I. El Ejército Republicano
Como otras ciudades-estado de la
antigüedad, el sistema militar romano estaba indisolublemente unido al político,
y por ello, el disfrute de los derechos inherentes a la condición de ciudadano
estaba ligado a la obligación del servicio militar. El ciudadano romano era,
como tal, un soldado y viceversa. Esta obligación se extendía a todos los
ciudadanos varones sin excepción, que desde la mayoría de edad se encontraban
inscritos en una lista de movilizables, el censo.
a) El ejército gentilicio
Como en otras sociedades arcaicas,
el primitivo ejército romano era una milicia de élite, en la que la técnica
militar estaba dominada por la aristocracia y basada esencialmente en el
encuentro individual, en el que jugaban un papel de primer orden el carro y el
caballo: el valor personal era decisivo en la suerte de la guerra, de carácter,
pues, típicamente heroica.
La unidad política básica, cuyo
conjunto constituía el Estado romano primitivo, la gens, proporcionaba,
según sus posibilidades económicas, un cierto número de gentiles, armados para
el combate, a los que seguían, con el simple papel de fuerzas auxiliares, el
resto de los miembros de de cada gens,
que, en forma tumultuaria, ayudaban, con sus gritos o sus armas improvisadas a
los verdaderos y propios combatientes. La
gens podría definirse como un conjunto de familias que descendían o creían
descender de un antepasado común vinculadas por un parentesco más o menos
lejano, que tenían sus divinidades, sus costumbres y su territorio. La gens
constituye una asociación política y económica; cada una tenía su propia
divinidad protectora, sus costumbres particulares, vigilando la gens para que
estos mores sean respetados pudiendo
excluir del grupo mediante la notae gentiliciae a quien contraviniere
dichas normas.
Estos combatientes recibían el
nombre de celeres y se articulaban en tres centurias, correspondientes a
las tres tribus primitivas –Ramnes, Tities y Luceres-, de cien
jinetes cada una. Este ejército de caballería, que se supone introducido en
Roma por los dominadores etruscos durante el siglo VI a.C., constituía, antes
de la formación de la infantería pesada, un eficaz y temible instrumento
bélico, que, restringido a la aristocracia, cuyos miembros tenían en exclusiva
el derecho a servir como jinetes, contribuía a afirmar el predomino político de
los patricios.
b) La reforma política: el
nacimiento de la legión.
El ejército, ordenado sobre la
base de las gentes, y por tanto, de
carácter gentilicio, se transformará radicalmente a la par que la sociedad para
dar paso a lo que comúnmente se llama ordenamiento de centurias o constitución
serviana que, desde el punto de vista militar, tendrá su reflejo en la nueva
táctica hoplítica.
Frente al duelo singular de la
época heroica, esta táctica consiste
básicamente en la utilización de una línea continua de batalla formada por
soldados de infantería pesada que, como una muralla movible, avanzan lanza en
ristre protegiéndose los flancos mutuamente con sus escudos, La guerra no está
ya basada en el valor personal sino, sobre todo, en la coherencia y disciplina
de la formación.
El ejército político no es, por
supuesto, una innovación introducida violentamente, sino una evolución gradual,
de la que la leyenda romana conserva trazas. La reforma del ejército supone la formación
de clases sociales capaces de soportar la carga de las armas y al
propio tiempo interesadas en asumirla como distinción suprema del
ciudadano. Pero el cambio fundamental está en que estas clases ya no se adecuan
según la base gentilicia, sino según su potencial económico, es decir, según
una base timocrática. Este
ordenamiento timocrático decidirá los derechos y deberes ciudadanos frente al
estado y supone una crisis o debilitamiento de la aristocracia gentilicia, que
en Roma se data en época del rey Servio
Tulio, de donde el nombre de constitución serviana que personalizó en un
ser mítico una larga evolución, comenzada todavía durante la dominación etrusca
y solo concluida varios siglos después.
Frente a la tajante distinción
entre gentiles, es decir, miembros
integrados en el sistema gentilito de la gens,
y el resto de la población libre –en la que se incluyen a la plebe, exenta de
derechos políticos por su extrañamiento de la gens-, en el nuevo sistema el pueblo romano en su conjunto se
distribuye en cinco clases de ciudadanos con capacidad de llevar armas, según
su fortuna personal. La primera clase se compone de 40 centurias de iuniores
(de 18 a 45 años) y 40 de seniores (de 45 a 60 años); las tres
siguientes, de 10 centurias de iuniores
y otro número igual de seniores; la
última, de 15 y 15, respectivamente.
A este núcleo se añaden por arriba
18 centurias de equites o caballeros, los más elevados de rango y posición
económica, antiguo resto de las centurias originales de caballería del ejército
gentilicio; pero también, por abajo, se completan con 4 centurias de técnicos –artesanos y músicos- y una no armada,
en la que se integran todos los proletarii, así llamados porque,
carentes de medios económicos, solo contribuyen al estado con su prole, o capite
censi, es decir, censados por su propia persona y no por sus bienes; en
total, pues, 193 centurias.
En el ordenamiento militar, la
centuria constituye la unidad de población destinada a proporcionar al ejército
un contingente fijo de hombres armados (en su origen, cien). No todos los
ciudadanos, con derechos y deberes militares estaban igualmente armados.
Precisamente, el principio timocrático descargaba sobre los más ricos las más
pesadas obligaciones militares. Y así, originalmente, solo los iuniores de las tres primeras clases
estaban dotados de armamento pesado correspondientes a la infantería política,
mientras las centurias de las otras clases aparecían solo como auxiliares de
las primeras. Estas sesenta centurias de infantería pesada constituían la legio,
la unidad orgánica que el ejército romano mantendrá como tal a lo largo de toda
su historia, compuesta de un efectivo de alrededor de 5.000 hombres.
En época histórica, pues, Roma, como ciudad-estado, es una comunidad de guerreros en la que la función militar no está monopolizada por un grupo, sino que se identifica con la ciudad misma. Sin embargo, este ejército ciudadano no excluye ciertos rasgos funcionales que se derivan del propio ordenamiento centuriado y que son, básicamente, la distinción de una classis armada, como grupo funcional socialmente diferenciado, constituido por las cinco clases timocráticas en su fase más evolucionada (los adsidui), y de una infraclassem (proletarii y capite censi), a los que si, por su falta de posibilidades económicas, se les ahorra su contribución a las cargas militares, en contrapartida tiene sus derechos políticos reducidos a la mínima expresión.
En época histórica, pues, Roma, como ciudad-estado, es una comunidad de guerreros en la que la función militar no está monopolizada por un grupo, sino que se identifica con la ciudad misma. Sin embargo, este ejército ciudadano no excluye ciertos rasgos funcionales que se derivan del propio ordenamiento centuriado y que son, básicamente, la distinción de una classis armada, como grupo funcional socialmente diferenciado, constituido por las cinco clases timocráticas en su fase más evolucionada (los adsidui), y de una infraclassem (proletarii y capite censi), a los que si, por su falta de posibilidades económicas, se les ahorra su contribución a las cargas militares, en contrapartida tiene sus derechos políticos reducidos a la mínima expresión.
La obligación o el derecho de
servir como soldado está profundamente grabada en la conciencia del ciudadano;
el ejército cívico es consustancial con la ciudad. El cives, en su claridad de soldado, bien subrayada con el término miles, es consciente de que sobre él
descansa la defensa de la ciudad al lado de los demás ciudadanos, incluidos en
una máquina que hace de él más un combatiente que un guerrero.
Roma nunca ha renunciado al
ejército de ciudadanos como única forma de defensa nacional, cuando los estados
más avanzados contemporáneos helenísticos o influidos por el helenismo habían
derivado al recurso del mercenariado. El ejército hoplítico del siglo V a.C.,
modelado con criterios timocráticos, es un ejército de ricos que, en un
precario estado, a de tomar a sus expensas armamento y subsistencia. Pero, al
propio tiempo, un ejército ciudadano de estas características, en el que el
soldado ha de compaginar defensa del estado con dedicación a sus propios
intereses, fundamentalmente agrarios, supone un tipo de guerra rigurosamente
limitada en el espacio –para permitir al soldado trasladarse del campo de
batalla al escenario de sus ocupaciones- y en el tiempo, dándole margen para
compaginar ambas actividades.
Así es en efecto. El horizonte
exterior de Roma en el siglo V a.C. es ciertamente limitado y el tipo de
combate se concibe como un modo particular de relación y de competición con las
ciudades vecinas, en el que no se cuestiona ni la existencia de las ciudades
beligerantes, ni la extensión de su territorio, ni su soberanía política. Las
guerras de razzias tienen lugar en las épocas en que el campo no necesita
brazos para trabajarlo, guerras confusas e interminables cuyo eco percibimos en
el incierto relato de Tito Livio. No es tanto la expansión territorial como la
confrontación vigilante con los pueblos vecinos la que absorbe la atención
militar.
Un conjunto de circunstancias
internas y exteriores habían de transformar este ejército primitivo de ricos
armados a sus expensas, o de adsidui
con armamentos acordes a sus posibilidades, en beneficio tanto de una necesaria
uniformación como de un reparto más racional de los pesados deberes militares.
La complicación creciente y la ampliación del horizonte internacional (en la
que se inserta la invasión de los galos de Roma de comienzos del siglo V a.C.,
que disloca de raíz las relaciones de Italia central) y el recrudecimiento de
las luchas sociales en el interior de la ciudad por la tierra cultivable
explican, o al menos influencian el comienzo de una política de expansión que
marca un nuevo periodo en la historia militar romana y cuyo rasgo más
característico es la introducción de un stipendium
o soldada para indemnizar a los ciudadanos que efectivamente soportan sobre sus
hombros el servicio de las armas.
La introducción de la soldada
comienza a cuestionar los principios fundamentales del estado timocrático basado
en la ecuación de a mayor censo mayores deberes militares y más amplios
derechos políticos. El stipendium, no
obstante, no es propiamente un salario, y por tanto, no supone, en absoluto,
una profesionalización del ejército, sino que se trata de una contribución
estatal o compensación a los adsidui
o posesores de los perjuicios causados por el prolongamiento invernal de las
acostumbradas campañas estivales, tanto más frecuentes cuanto más se alejaban
los escenarios bélicos del territorio de la ciudad.
Por supuesto, esta indemnización
era baja, ya que apenas estaba destinada
a cubrir la subsistencia y acaso también el equipo. Según los datos de Polibio,
el legionario romano debía recibir dos óbolos por día, cantidad que se doblaba
para el caballero y se triplicaba para los centuriones. Esta suma no
experimentaría sustanciales variaciones hasta las reformas de César, y se
estima que venía a representar por año alrededor de 90 o 100 denarios, una
cifra muy por debajo del salario medio de un obrero de la época.
Pero el pago del stipendium tuvo como consecuencia privar
poco a poco a la milicia ciudadana de su esencia clasista, sobre todo, produjo
una rotura de identidad entre ordenamiento político y militar, manifestada en
la pérdida de importancia de la centuria, frente al nuevo sistema manipular, más flexible y eficaz, en el
que el manipulum, compuesto por dos centurias, pasó a ser la unidad
táctica básica. La legión manipular, que sustituye, seguramente a finales del
siglo IV a.C., a la rígida formación de la falange hoplítica, significa el
alejamiento romano de la concepción bélica de sus modelos griegos y una neta
superioridad frente a estos, que quedaría demostrada en la guerra contra Pirro
(280-275 a.C.).
La uniformidad introducida en las
filas del ejército tuvo como consecuencia que el ordenamiento centuriado ya no
sirviera en base para la organización del ejército. En su lugar, seguramente
desde la mitad del siglo III a.C., el nuevo sistema de leva se basó en las
tribus, es decir, en las circunscripciones
territoriales –rústicas y urbanas- del territorio romano, en las que
estaba inscrito todo ciudadano por su domicilio, con independencia de su
capacidad económica o censo. Solo se mantuvo el principio de reclutar a los
soldados ex classibus, o sea, de entre
las clases de adsidui, excluyendo,
como antes, a los proletarii o capite censi.
Estructura de un manípulo |
El servicio militar, obligatorio
para los ciudadanos, no era, en cambio, efectivo. De hecho, Roma no ha conocido
hasta muy tarde el ejército permanente e incluso, teóricamente, podía ocurrir
que, en ciertas épocas, el estado romano no contara con un ejército movilizado.
La práctica adaptación de los medios a las necesidades supone en principio una
elección limitada, tanto de los sujetos movilizados como del tiempo de movilización.
Esta elección, el dilectus, es en
Roma sinónima del reclutamiento.
Del dilectus están exentos los proletarii
o capite censi, que no alcanzan el
censo mínimo para ser considerados como adsidui,
pertenecientes a una de las cinco clases censitarias, y de estos, solo tienen
obligación de servir los comprendidos entre los diecisiete y sesenta años, iuniores, de 17 a 45, y seniores, hasta los 60. Es pues, el
censo mínimo de la quinta clase el que, estableciendo la diferencia entre adsidui y proletarii, señala la aptitud o descualificación del servicio
activo, del que, en casos determinados, ni siquiera estos últimos están
totalmente exentos.
De un lado, la igualdad y
obligatoriedad ante el impuesto de sangre, de otro, la necesidad de compaginar
deberes militares y ocupaciones privadas, desarrollaron una serie de usos que,
si no con la categoría definitiva de leyes, regularon en cualquier caso el
sistema del dilectus, reduciendo los
44 años teóricos de servicio activo a solo 16 ó 20 y otras tantas campañas. En
el primer siglo y medio de la República, estas campañas estacionales coincidían
generalmente con el periodo de obligado reposo en la agricultura y permitían al
cives-miles compaginar su trabajo
habitual como campesino con sus deberes militares.
La ampliación de la política
exterior romana a escenarios cada vez más alejados del núcleo de residencia
ciudadano causaron los primeros desfases en este sistema, que pretendía
aminorar los inconvenientes y perjuicios sin renunciar al principio básico del
ejército cívico-proletario. La expansión de Roma por la península itálica y el
subsiguiente duelo con Cartago, la otra gran potencia del Mediterráneo
occidental, con las consiguientes necesidades bélicas crecientes por tiempo
superior a las campañas estivales y en espacios demasiado alejados para
permitir el regreso a sus hogares de los soldados en el intervalo entre campaña
y campaña, tenían que ser una carga cada vez más difícil de soportar, mientras
el número de soldados-propietarios, incluso utilizados hasta los últimos
recursos, se tornaba en ocasiones insuficiente.
Según el sistema serviano, era
considerado adsiduus el ciudadano con
una renta anual superior a una cifra entre 11.000 y 12.500 ases es decir, 1.100
a 1.250 denarios, aproximadamente un séxtuplo de la cantidad establecida como stipendium o soldada. Teniendo en cuenta
las necesidades mínimas de subsistencia, el límite de la quinta clase de adsidui, no era abismal frente a los proletarii. Por otro lado, dado el
carácter indiscriminado de la leva por tribus, sin relación al censo, a
excepción de la consideración de adsidui,
y la progresiva disminución del número de ciudadanos en las categorías
censitarias superiores, es obvia la pesada contribución de sangre de los
propietarios que más precariamente podían mantenerse con sus bienes en la
categoría de tales.
En cualquier caso, antes de la segunda
guerra púnica (218-202 a.C.), probablemente la carga no se consideraba, salvo
excepciones, demasiado insoportable. El servicio militar era, en primer lugar,
una obligación inmemorial y parte de la experiencia normal de un ciudadano que,
incluso en la educación, era motivado con una atención preferente a ejercicios
físicos y paramilitares. Pero además, antes del 200 a.C., la guerra era, en
general, provechosa. No de otra manera que con las armas había comenzado la
expansión del territorio romano, que permitió aumentar el número de familias de
propietarios y la misma extensión de la tierra cultivable.
En un estado que se mantuvo largo
tiempo en su primitivo carácter agrario, las victorias terminaban con mucha
frecuencia en distribuciones de tierra, cuyos beneficios eran, en gran parte,
para los soldados vencedores. Sin duda, el progresivo alejamiento de los
frentes y la necesidad de mantener tropas de forma ininterrumpida sobre los
territorios ultramarinos ganados tras la primera guerra púnica –Sicilia,
Córcega y Cerdeña-, con la rotura de la tradicional alternancia cíclica del campesino-soldado,
fue el origen de una crisis del ejército que, al cambiar considerablemente las
condiciones del servicio sin, paralelamente, atender al “modus vivendi” del
soldado, aceptaba ya una permanente contradicción de consecuencias
imprevisibles.
Bajo la tradicional apariencia de
un ejército basado en la conscripción anual, y transitorio por tanto, Roma
comenzó a tener ejércitos permanentes en los que el dilectus no era ya, o no lo era completamente, el efectivo total
armado, sino solo un suplemento (suplementum)
anual destinado a proporcionar tropas de refresco, sustituir bajas o licenciamientos
o crear unidades para empresas militares nuevas.
c) Las consecuencias de la Segunda
Guerra Púnica
Fue la Segunda
Guerra Púnica, con su
agobiante presión sobre todos los recursos del Estado, el acontecimiento que
más radicalmente influyó en esta evolución, acelerando las contradicciones
implícitas en su estructura. En ocasiones especialmente dramáticas, hubo
necesidad de recurrir a levas extraordinarias, el tumultus, en las que, sin respetar las formas y exigencias de la
constitución censitaria, se movilizaban todos los recursos de hombres de la
ciudad, es decir, también los proletarii.
Todavía más, ni siquiera, llegado el caso se prescindió de los libertos, de los
propios esclavos, o incluso, de deudores y criminales.
La consecuencia lógica que hubiera
podido esperarse, es decir, la apertura de las legiones a todos los proletarii, no se dio; el gobierno
prefirió recurrir a medidas parciales e indirectas, de las que la más evidente
fue la reducción del censo serviano de 11.000 a 4.000 ases, seguramente en el año
214 a.C.
Ciertamente, es más que probable
que la medida citada, en la ocasión límite de una coyuntura apurada –en 215, de
un total de 75.000 ciudadanos adsidui,
hubo que proveer a la formación de 6 ó 7 legiones por año, es decir, alrededor
de 30.000 hombres-, fuera pensada solo como expediente transitorio. Pero el
abismo imperialista en que el Estado romano se sumergió, no bien resuelto el
conflicto con Cartago, no solo exigiría la durabilidad de la medida, sino,
todavía más, la tornaría en apenas medio siglo completamente insuficiente.
Si en los últimos diez años de la
guerra Roma movilizó a 50.000 legionarios, la complicada política exterior,
después del 202, en Macedonia, Iliria, Grecia, la Galia Cisalpina y la
península Ibérica, exigió fuerzas bélicas no menos importantes. Entre 200 y
168, el promedio anual fue de 8 a 10 legiones, es decir, de 44.000 a 55.000
soldados ciudadanos, de un censo inferior a 300.000 varones adultos, por tanto,
una sexta parte del mismo.
El cuerpo cívico romano hubo de
acostumbrarse a soportar las consecuencias del imperialismo y las crecientes
exigencias de sangre, descargadas sobre un núcleo de agricultores arruinados, a
los que se privaba de medios y tiempo para rehacer sus haciendas, no solo
transformaron la realidad del ejército, sino las propias bases socioeconómicas
del cuerpo cívico. Como no podía ser de otra manera se produjo un continuo
deterioro de las condiciones económicas de los ciudadanos adsidui, que tendieron a disminuir, como consecuencia de la
regresión demográfica ocasionada por la guerra, el empobrecimiento general y la
depauperación de las clases medias, que empujó a las filas de proletarii a muchos pequeños
propietarios.
Esta disminución de adsidui no podía sino generar mayor
presión del Gobierno en el reclutamiento, y esta presión, a su vez, resistencia
en los afectados, produciendo, en suma, una total falta de adecuación entre
fines de la política romana y medios para llevarla a término.
No es extraño que el Gobierno
romano, ante la escasez y repugnancia de los ciudadanos a la conscripción,
recurriera, como en épocas anteriores, a un incremento en la cifra de aliados
itálicos, exigida en los correspondientes pactos de alianza (formula togatorum).
El lanzamiento de Roma a una
política expansiva en la península itálica, a partir del siglo IV a.C., con la
consiguiente extensión de sus fronteras, y la pluralidad de frentes de una
política agresiva, necesitada de mayores contingentes armados, llevaron al
Estado romano, sin romper con el esquema tradicional ciudadano-soldado, a
aprovechar las posibilidades bélicas de las ciudades incluidas en la
confederación itálica sobre la que ejercitaba su hegemonía política. Así,
paulatinamente, los socii o aliados latinos, fueron enrolados obligatoriamente en
el ejército romano.
Esto nuevos contingentes no fueron
ensamblados en las unidades regulares romanas, las legiones, sino en alae,
aunque de igual efectivo humano que aquellas. Eran los cónsules, la más alta
magistratura republicana, los que decidían, de acuerdo con le Senado, lo mismo
que los contingentes de ciudadanos anuales reclutados mediante el dilectus, el número y las localidades
que proporcionarían cada año tropas al ejército. A los aliados latinos se
añadieron, a partir de mediados del siglo IV a.C., con la progresiva conquista
de Italia, otros contingentes de pueblos itálicos que aceptaron la obligación
de servir como socii en el ejército
romano, a tenor de los tratados o foedera concretos, que los convertía en
aliados del pueblo romano.
Legiones y alae, compuestas, respectivamente, de
ciudadanos romanos y aliados itálicos, con armamento semejante y similar
organización numérica y táctica, formaron así, como infantería pesada, el
núcleo del ejército romano republicano, que se completaba con contingentes de
caballería.
En su origen, la caballería fue un
cuerpo de élite reservado a la aristocracia romana. La doble acepción del
término eques como “jinete” y
“caballero” lo demuestra. Pero la profunda y mal conocida evolución que aboca a
la afirmación de la infantería pesada con armamento homogéneo como núcleo
fundamental del ejército, afectó tanto a la importancia de la caballería
militar romana como al propio interés del noble por servir en ella.
Así, mientras la legión se iba
modelando como el instrumento táctico más eficaz y temible de su época, la
caballería romana permaneció anquilosada, sin reformas ni acomodaciones
significativas, como muestra del escaso interés en el arte militar romano, y
pasó a cumplir un simple papel de complemento en cada unidad legionaria, que no
llegaba al 7% de sus efectivos totales.
No es extraño que, cuando la
expansión italiana de Roma descubrió una casi inagotable reserva de hombres
para la guerra en los socii, se
descargara progresivamente en estos un servicio cada vez menos atractivo para
las capas altas de la sociedad romana, en las que descansaba esta carga. Pero
mientras el reclutamiento de la infantería pesada aliada se hizo bajo el
principio de la paridad con respecto a las legiones, el de la caballería se
multiplicó por tres.
Es significativo, sin embargo, que
esta caballería aliada no suplantó, en principio, a la romana. Organizada en
unidades de 300 jinetes, fueron llamadas también alae –alae equitum frente
a las alae sociorum de infantería-
para subrayar su carácter ajeno y contrapuesto al de la caballería legionaria
ciudadana. Pero es lógico que la duplicación de cometidos se saldara
definitivamente a favor de un contingente aliado desde finales del siglo II
a.C. Cada alae equitum se articulaba
en 10 turmae, homogéneas por nacionalidad.
La turma, pues constaba de 30
jinetes; a su mando se hallaban tres decuriones, uno de los cuales, el más
antiguo, era al propio tiempo comandante de la unidad.
Las guerras púnicas, que desde la
mitad del siglo III a.C. lanzan a Roma fuera de la península itálica, añadieron
todavía un nuevo elemento al ejército romano tradicional, el de las tropas
auxiliares de procedencia extraitálica. El contacto con los cartagineses, cuyos
ejércitos hacían abundante uso de mercenarios de distintas procedencias, con
sus particulares métodos y artes bélicas, impuso a Roma la necesidad de
procurarse armas y tácticas efectivas contra estos modos de guerrear.
El recurso de tropas extraitálicas
por parte romana se generalizó, sobre todo, en la Segunda Guerra Púnica y,
naturalmente, fue el principal teatro de operaciones, la península ibérica, la
fuente más inmediata y rentable, con soldados de otras procedencias, como
galos, númidas y cretenses. Estos recursos, con ser en ocasiones muy
importantes, no transformaron las estructuras tradicionales organizativas del
ejército romano: los elementos extraitálicos, con el nombre genérico de auxilia,
sirvieron para sustituir progresivamente la necesidad de tropas ligeras –los
antiguos velites- o para disponer de contingentes con armamento
especializado. Las diversas fuentes de reclutamiento y el distinto armamento de
estas tropas obligaba a integrarlas, renunciando a cualquier tipo de
homogeneidad. Es lógico, por tanto, que solo constituyeran un complemento de la
infantería pesada romano-itálica que, aunque constante, fue incluido en el
ejército durante toda la república a impulsos de una continua improvisación, de
acuerdo con las circunstancias específicas de cada campaña.
La organización, según eso, no
podía ser excesivamente rígida. Los mandos eran indígenas, se agrupaban según
su nacionalidad y, en consecuencia, según su función en el combate de acuerdo
con el tipo de armamento que portaban: caballería ligera gala y númida,
honderos baleares, arqueros cretenses o simplemente, infantería ligera de
hostigamiento, provista de su armamento nacional.
Esta falta de homogeneidad se
debía traducir también en el sistema de reclutamiento, bien mediante el
mercenariado, de tradición helenística, o con otros métodos adaptados a las
circunstancias concretas: con los pueblos amigos o aliados, mediante contratos
o pactos; en el caso de las provincias, es decir, de los espacios geográficos
sometidos a la soberanía del pueblo romano, de acuerdo con los tratados
suscritos con cada comunidad o recurriendo a distintos sistemas de coacción.
Estas tropas, irregulares y mal
ensambladas en el ejército, eran disueltas al finalizar la correspondiente
campaña, sin que el servicio significase para el Estado romano ulterior
obligación o compromiso, tras la satisfacción de las cantidades estipuladas, en
el caso de los mercenarios, o su reenvío a las comunidades de procedencia para
los auxiliares proporcionados por amigos, aliados y súbditos.
Tras el titánico esfuerzo de la Segunda
Guerra Púnica, el Estado romano, lanzado a una activa política tanto en Oriente
como en Occidente, había mantenido en pie de guerra entre 40.000 y 60.000
soldados, es decir, de un 15 a un 20% de la población ciudadana. Mientras las
campañas fueran estacionales, el soldado podía regresar a sus tierras para
continuar en sus ocupaciones cotidianas; desde la Primera Guerra Púnica, y con
carácter creciente, los teatros de la guerra fueron alejándose, al tiempo que
se ampliaba la duración del servicio, lo que impidió el regreso a Italia entre
campaña y campaña.
A los estragos de la Segunda
Guerra Púnica en el campo italiano, venía a añadirse para estos soldados
propietarios la imposibilidad de atender suficientemente sus tierras, que en
muchos casos les obligaba, ante la serie de circunstancias adversas
confabuladas, a deshacerse de ellas para instalarse con el producto de su venta
en la ciudad. El sacrificio del soldado, sin embargo, se veía compensado por
los repartos de botín, en un tiempo en que ante los asombrados ojos romanos se
abrían las riquezas del Oriente helenístico.
Ya en varias ocasiones, después de
la Segunda Guerra Púnica, se hicieron presentes, de forma aislada, dificultades
en el reclutamiento de legionarios, cuyas causas debemos contemplar tanto en
los límites impuestos al carácter del soldado – la cualificación propietaria-,
como en la falta de atracción e incluso resistencia al servicio. Tras el final
de la Segunda Guerra Macedónica, en 168 a.C., el intervalo impuesto a la
actividad militar permitió una distensión del problema, que vendría a
recrudecerse a partir de 156 a.C., cuando el Estado se vio obligado a atender
frentes simultáneos en Hispania, Gallia, Iliria y Macedonia.
Las frecuentes indicaciones en las
fuentes de documentación sobre estas dificultades, prueban la magnitud del
problema, que todavía se tornaba más grave por las nuevas circunstancias que
venían a concurrir: a la efectiva aporía de ciudadanos aptos para el servicio
en las legiones, paralela a las crecientes exigencias (Roma puso en el 146 a.C.
no menos de doce legiones en pie de guerra, es decir, 60.000 ciudadanos), venía
a añadirse la regresión del número de propietarios, el largo servicio y, no en
último lugar, el carácter de la guerra, duro, peligroso y de poco provecho,
sobre todo en Hispania.
Diversos expedientes intentaron
superar estas dificultades de reclutamiento: el recurso al voluntariado, que
solo podía tener eco en los casos de guerra de la que se podía esperar un
provecho real, como la tercera guerra macedónica y la tercera guerra púnica,
pero inútil en las largas guerras contra celtíberos y lusitanos; la disminución
del censo exigible para la cualificación de adsiduus
y, por tanto, como legionario, de 11.000 a 4.000, y que todavía en el curso de
los años quedaría rebajado a solo 600; naturalmente, en fin, el más sencillo de
todos, pero también el más impopular, el reenganche.
La duración del servicio en roma
se extendía a 16 campañas. La necesidad, sin embargo, de prolongar las campañas
a lo largo del año, sin posibilidad de regreso a Italia, había introducido la
costumbre de reducir el servicio a una duración, por término medio de 6 años.
Si este servicio se consideraba insuficiente, no representaba, en cambio, la
inmunidad absoluta. En caso necesario, el ciudadano podía volver a ser llamado,
lo que no era infrecuente si tenemos en cuenta que los generales preferían a
los soldados experimentados, conocedores de las tácticas y del terreno enemigo.
El expediente dio lugar a
frecuentes disturbios, especialmente en los reclutamientos para la guerra de
Hispania, donde al alejamiento de Italia y, consecuentemente, al alargamiento
del servicio, se añadía la pobreza del territorio y la dureza del enemigo. Así,
por ejemplo, en el 152 a.C. la leva fue tan impopular que hubo de suspenderse.
La crisis de la milicia, de la que
el gobierno era perfectamente consciente, comenzó a llamar la atención de los
políticos, que preveían sus funestas consecuencias caso de no solucionarse de
forma satisfactoria. Pero esta solución solo podía pasar por la disyuntiva de
renunciar a una política internacional de largo alcance, o aumentar el número
de ciudadanos cualificados para el servicio, con el doble obstáculo de la
recesión de la natalidad y de la regresión en el número de propietarios, que
sustraía del servicio a buen número de ciudadanos.
Por supuesto, esta segunda
dificultad radicaba exclusivamente en el carácter obsoleto e inadecuado del
reclutamiento, indisolublemente unido a la identidad propietario-soldado. Pero,
puesto que el Gobierno parecía incapaz de comprender por el momento la
necesidad de romper con el sistema tradicional, divorciando ambos términos,
solo quedaba abierto el recurso a una potenciación propietaria. Así, vino a
unirse en la mente de los políticos la debilidad militar con el desarrollo de
la agricultura: solo el aumento del número de propietarios aseguraría la
existencia de un ejército fuerte.
Fue Tiberio Graco el primero que,
en el 133 a.C., lanzó el problema a la palestra política. Su fracaso, en las
dramáticas circunstancias que acabaron con su vida y la posterior liquidación
de la abortada reforma agraria iniciada por el tribuno revolucionario,
enterraron para siempre la posibilidad de adecuar el desfase entre milicia y el
cuerpo cívico propietario. Pero es que, además, esta vía de solución, aún en el
caso de que hubiese prosperado, no podía servir ya a las exigencias de la
política imperial romana.
El progresivo alejamiento de los
frentes de guerra, la necesidad real de mantener ejércitos de ocupación en
algunas provincias, como consecuencia, la prolongada permanencia bajo las armas
durante varios años sucesivos, era incompatible con la existencia de una
libertad económica del ciudadano.
Si quedaba descarado, por razones
históricas, el recurso a un ejército mercenario de tipo helenístico, solo
cabía, como solución posible, la evolución de la milicia ciudadana hacia una
forma de estructura militar de carácter profesional, que presuponía, por u
lado, el mantenimiento económico de las fuerzas armadas a expensas del Estado
y, por otro, la exigencia de una recompensa a los soldados al término del
servicio que les permitiera reintegrarse a la vida civil. En cualquier caso, un
paso previo a esta remodelación del ejército era la rotura de los lazos que
ligaban el servicio militar a la propiedad.
d) Las reformas de Mario
Aquí es donde se inserta la
llamada reforma militar de Mario. Ante las dificultades concretas en la
formación del ejército que debía acompañarlo a África, en la guerra contra el
rey númida Yugurta, y tras haber recibido del Senado una hipócrita autorización
para realizar levas excepcionales, Mario amplió la base para el reclutamiento
en las legiones, al aceptar como voluntarios, no solo a los ciudadanos romanos
de las cinco clases del orden centuriado, sino también capite censi.
No se trataba de una abolición del
viejo orden, ni, por ende, de una acción revolucionaria. Pero la puerta que
Mario había abierto al callejón sin salida de una organización militar
inadecuada y contradictoria, no solo no podía ser ya cerrada, sino que se
convertiría en el fundamento irremplazable de la nueva milicia, de la que irán
desapareciendo los propietarios, sustituidos por proletarios, para quienes no
era obstáculo una larga permanencia en el ejército, a condición de contar con
los estímulos necesarios: era el nacimiento del ejército profesional.
Los voluntarios de Mario en el 107
a.C. y con creciente intensidad, en los sucesivos reclutamientos de los años
siguientes, procederán fundamentalmente del proletariado rústico. La Plebs urbana estaba mucho menos
interesada en el servicio militar, al contar con fuentes de subsistencia
arrancadas al juego político. Y precisamente esta procedencia mediatizará las
propias aspiraciones de los reclutas, cuyo paso por el ejército será sentido
como un medio para alcanzar, tras el licenciamiento, la más preciada
recompensa, un trozo de tierra cultivable donde acabar la vida como
propietarios.
Tras Mario, los repartos agrarios
a los veteranos constituyen el punto
central de la lucha política, y el retorno a la tierra permanecerá a lo largo
de la tardía república como la aspiración suprema de la milicia. El largo
problema agrario romano, que el Senado creía abortado tras la muerte de Graco,
retornará ahora por el camino opuesto a los planteamientos de 133 a.C. Si
Tiberio Graco intentó ampliar la base militar romana mediante el
fortalecimiento del campesinado, haciendo de los campesinos soldados, las
consecuencias de la reforma de Mario invertirán los presupuestos, al despertar
en los soldados la exigencia de convertirse en campesinos.
Esta problemática de contenido
social iba a tener una trascendental consecuencia política. Para lograr sus
aspiraciones, en un Estado donde las relaciones personales primaban sobre las
colectivas, el ejército necesitaba de su caudillo, que, como un auténtico patronus, debía arrancar de las
instancias públicas las disposiciones legales que aseguraran el porvenir de los
veteranos. Estas relaciones de dependencia, que trascendían la simple
disciplina militar, habían de crear entre general y soldados unos recíprocos
lazos que constituirán el fundamento de la extensión de la clientela al campo
militar y el presupuesto de los ejércitos personales. En ellos, los intereses
abstractos del Estado están supeditados a los concretos del caudillo, con los
que los soldados se sienten inmediatamente identificados.
Si el comandante echaba sobre sus
espaldas la tarea de velar por sus subordinados, más allá del período de
servicio, también es cierto que, con ello, venía a disponer de un potencial
susceptible, en un momento determinado, de ser utilizado en la palestra
política, no solo con la fuerza de los votos que los veteranos, como
ciudadanos, podían invertir en las ambiciones de su patrono, sino también,
llegado el caso, con el propio peso de su fuerza disuasoria, aún dirigida contra
el Estado, contra el gobierno colectivo de la nobilitas senatorial o contra un posible competidor.
e) Reformas tácticas y
organizativas
Si la innovación en los
reclutamientos había sido accidental y dictada por las circunstancias, las
reformas técnicas y organizativas, desarrolladas en los años siguientes, son un
mérito personal del caudillo, sistemáticamente planeadas y llevadas a la
práctica, que perdurarán hasta las parciales modificaciones introducidas por
César. Sin duda, la principal de ella es la utilización de la cohorte como
unidad táctica en sustitución del manípulo, con la consiguiente mejora en la
capacidad de maniobra.
La legión anterior a Mario, tal
como la conocemos por los datos de Polibio, estaba articulada en 30 manípulos,
compuestos cada uno de dos centurias y dispuestos en tres líneas, de acuerdo
con la edad y el armamento. Los más jóvenes, los hastati, 10 manípulos de 120 hombres, formaban la primera; los principes, también 10 de 120, la
segunda; los triarii, 10 de 60 la
tercera. Cada manípulo formaba un orden cerrado, pero entre manípulo y manípulo
quedaba un espacio libre para moverse con agilidad, en disposición ajedrezada (quincunx). A este número habría que
añadir 1.200 velites, repartidos por
igual entre todos los manípulos, en total, pues, 4.200 hombres.
Tipos de soldados romanos antes de la reforma de Cayo Mario |
Los velites iban provistos de espadas, jabalinas y un pequeño escudo
circular (parma). Los hastati y los principes llevaban la espada corta, adaptada de las utilizadas por
las tribus ibéricas, el gladius, y
dos pila o lanzas, una ligera y otra
pesada; finamente, los triarii, en
lugar del pilum utilizaba el hasta, una lanza larga. Todos los
soldados portaban coraza, casco y grebas de bronce. Cada manípulo tenía
dos centuriones, de los que el mayor ejercía el mando. La legión se completaba
con un cuerpo de caballería de 300 jinetes, dividido en 10 turmae, mandadas por decuriones.
La oficialidad de la legión estaba
compuesta por seis tribunos militares, procedentes de los dos órdenes
privilegiados de la sociedad romana, el senatorial y el ecuestre, que cumplían
las funciones administrativas y tácticas que les encomendaba el comandante en
jefe del ejército –compuesto por una o varias legiones-, un magistrado con imperium (cónsules o pretores). Tras la
segunda guerra púnica comenzó a introducirse la costumbre de que el magistrado
correspondiente llevara con él a su provincia uno o varios legati, miembros del orden senatorial, a los que podía delegar parte de las fuerzas y cometidos
de los que era responsable.
Indumentaria de un legionario durante las Guerras Cantabras |
Con Mario se da el último y
definitivo paso de un importante cambio en la organización táctica de la
legión, que sustituye el manípulo por la cohorte como sub-unidad fundamental. A
partir de ahora, en lugar de los 30 manípulos de la infantería pesada, la
legión se ordena en 10 cohortes, compuestas cada una por los tres manípulos del
mismo número, uno detrás de otro, en una triple línea (trilex acies). Al entrar a combatir en un mismo frente los hastati, principes y triarii,
desaparece toda diferenciación entre ellos y, por consiguiente, la diversidad
del armamento. La legión adquiere así una estructura homogénea: su efectivo
normal se eleva a 6.000 hombres, en diez cohortes, compuesta cada una de tres
manípulos de doscientos infantes pesados, y cada manípulo dividido en dos centurias.
Otra de las innovaciones, cuya
atribución a Mario está atestiguada, es la asignación de un emblema o enseña a
cada legión, el Aquila de plata. El
águila supone la conversión de la legión en un cuerpo, con un espíritu colectivo y una continuidad de tradición.
La nueva organización trajo un
incremento de la disciplina y una intensificación de la instrucción, con
medidas como la preparación de los legionarios para la esgrima, según el modelo
de las escuelas de gladiadores, y la modificación del equipaje individual del
soldado, en el sentido de aumentar su carga para disminuir el tren o
impedimenta colectiva: de ahí la proverbial expresión de mulus marianus (=Mulos de Mario), aplicada al legionario.
Todavía en vida de Mario, el
descontento de los aliados itálicos por la inferioridad de su condición civil y
política condujo a la llamada Guerra
Social, liquidada con el otorgamiento de la ciudadanía romana a los
habitantes de Italia. Desaparecida así la desigualdad entre ciudadanos y socii, éstos dejaron de constituir
unidades especiales, y las antiguas alae
se convirtieron en legiones. Con ello, toda Italia se convirtió en un depósito
de reclutas abundante y unificado. A partir de este momento las tropas
auxiliares del ejército romano serán proporcionados por los pueblos
extraitálicos sometidos a Roma, que César se encargará de uniformar y hacer
homogéneos en armamento y tácticas, mediante su ordenación en alae de caballería y cohortes de infantería.
Con una organización de estas
características, el ejército romano de la primer mitad del siglo I a.C.
emprenderá una victoriosa actividad bélica, entre cuyos hechos de armas se
cuentan las guerras contra Mitrídates VI del Ponto y la conquista de la Galia,
sin apenas modificaciones hasta la reorganización de Augusto.
La profesionalización del ejército
introducida por Mario elevó la efectividad de las fuerzas militares romanas,
pero la inconsecuente falta de sistematización y prolongación de las medidas
hasta su lógico final –la asunción por parte del Estado de los compromisos
económicos necesarios para recompensar a los veteranos- puso a la República
ante nuevos y más graves problemas.
Los Dominios de Roma después de la conquista de la Galia (c.50 a.C) |
Por una parte, el carácter
profesional del soldado no se vio reconocido con la correspondiente creación de
un ejército permanente. Las dimensiones de los ejércitos siguieron quedando
condicionadas como antes a las necesidades del momento. Pero como tampoco se
solucionó la cuestión de los veteranos, en épocas de escasa presión exterior,
un gran número de soldados, sin otros medios de subsistencia que la milicia o
la esperanza de una recompensa, se convertía en un grave factor de
inestabilidad social.
Por otra parte, la falta de
adecuación entre una milicia profesional y mandos idóneos, puesto que la
dirección de los ejércitos provinciales continuaba en manos de los
correspondientes magistrados, en general privados de los conocimientos y
experiencia militar, empujaron al cuestionable expediente de los comandos
extraordinarios, de caudillos que, en situaciones de emergencia, concentraban en
sus manos fuerzas militares considerables.
Estos caudillos eran al mismo
tiempo políticos, que se vieron así provistos de un formidable potencial para
invertir en la lucha por el poder: en una gran medida, los ejércitos que
mandaban habían sido reclutados por ellos, incluso mediante el recurso de lazos
de clientela política o personal, pero también de su acción política dependía
que el Estado reconociera a los soldados una recompensa en tierras tras el
licenciamiento; en consecuencia, la fidelidad de las tropas, solo entregada al
caudillo, convirtió la milicia del Estado en ejércitos personales que, en un
crispado ambiente de ambiciones políticas e inestabilidad social, si no
desencadenaron la guerra civil, la hicieron continuamente posible.
II. El Ejército Imperial
Augusto fue el último eslabón de
una larga cadena tranzada por Mario, Sila, Pompeyo, César y Antonio. Pero el
genio político de Octaviano logró convertir en la guerra civil su causa
personal en destino nacional; su completa victoria significó la eliminación de
cualquier obstáculo político serio a su monopolio de poder, cuyas bases reales
estaban bien aseguradas con la devoción de un ejército fiel.
Así, la reforma constitucional con
la que Augusto inicia un nuevo periodo de la historia de Roma, el Imperio,
debía tener en cuenta al ejército, al que era preciso institucionalizar y
privarle de contenido político, más allá del servicio al Estado a través de su
personificación en la figura del emperador. Ello suponía una compleja obra de
reforma, cuando no de auténtica creación: ante todo, una ingente y
satisfactoria solución al problema de los veteranos, problema todavía más
complejo por la necesidad de licenciar a una considerable parte de las
gigantescas fuerzas que habían combatido durante la guerra civil; en segundo
lugar, organización de los efectivos y mandos del ejército, adaptado a su nuevo
carácter de permanente, y por último, inversión de las fuerzas así
sistematizadas como justificación ante el Estado y la sociedad de la necesidad
de su mantenimiento.
Se ha calculado en 230.000 el
número de soldados bajo el mando de Octaviano César Augusto tras la victoria de
Actium, que pone fin a la guerra civil. A lo largo de los años siguientes,
Augusto llevó a cabo un proceso de desmovilización que redujo esto efectivos a
la mitad. Los soldados fueron recompensados con tierras, mediante una amplia
política de establecimiento de veteranos en colonias creadas en suelo
provincial. El resto de las tropas fue utilizado, en parte, en la defensa de
las fronteras y, en parte, en la sangrienta guerra contra las tribus del norte
de Hispania.
Pero entretanto, estas tropas,
herencia de la guerra civil, y, como tales, no suficientemente fiables, iban
siendo sustituidas por un nuevo ejército disciplinado y escogido, bajo el mando
de oficiales cuidadosamente seleccionados. Era impensable una vuelta al sistema
republicano de reclutamiento por el correspondiente magistrado para campañas
determinadas. El mantenimiento de un ejército permanente era condición
indispensable para un jefe de Estado que apoyaba los fundamentos de su poder en
el ejército.
La política de reclutamiento y las
guerras de conquista, con las que Augusto justificó la inversión permanente de
un ejército, hicieron de las fuerzas del Imperio una milicia de frontera, que
con su sucesor Tiberio, quedaron transformadas en una guarnición permanente,
destinada, primordialmente, a proteger las fronteras de invasiones exteriores y
mantener el ordenen las provincias.
Profesionalización y permanencia
significaban, en primer lugar, limitación de potencial. Las gigantescas fuerzas
legionarias de la guerra civil quedaron finalmente reducidas a 28 legiones,
unos 150.000 hombres, completadas con un número prácticamente igual en
efectivos de fuerzas auxiliares. Tras el desastre de Varo, en el bosque de
Teotuburgo, donde fueron liquidadas tres legiones ,permanecieron en servicio 25
unidades legionarias, que Vespasiano elevó a 30 y Septimio Severo, a comienzos
del siglo III, a 33; en total, alrededor del 3% de la población ciudadana.
En cuanto a la organización de los
efectivos, Augusto cumplió finalmente el paso de integración en las fuerzas
militares romanas de elementos provinciales extraitálicos. Por un lado, se
infirió un grave golpe al prejuicio de reclutamiento de soldados no itálicos;
por otro, se posibilitó la creación de una fuerza auxiliar regular y
profesionalizada, destinada a ser un elemento permanente en el ejército romano.
a) Las Legiones
Las legiones continuaron
constituyendo el nervio del aparato militar romano, con un efectivo medio por
unidad de 5.000 hombres, articulados en 10 cohortes y 60 centurias. En
seguimiento de la tradición iniciada por Mario, las legiones se convirtieron en
unidades permanentes con números fijos y apelativos honoríficos; así, la VII Gemina
pia fidelis, la VIII Augusta o la
XXX Ulpia Victrix.
Estas legiones, con las fuerzas
auxiliares a ellas adscritas, de acuerdo con su lugar de estacionamiento
estaban subordinadas al correspondiente gobernador provincial, cada una de
ellas al mando de un legatus legiones,
también senador.
Dentro de la legión, el cuerpo de
oficiales estaba constituido por seis tribunos, uno senatorial y el resto del
orden ecuestre. La falta de profesionalidad de los mandos superiores, como
antes miembros de los dos órdenes privilegiados, se compensaba con la
experiencia del cuerpo de centuriones, la verdadera espina dorsal de la legión.
La posibilidad de escalar dentro del cuerpo hasta el grado de primus pilus, primer centurión de la
primera cohorte, y ser honrado en el momento del licenciamiento con la
inclusión en el orden ecuestre, hizo del servicio legionario un importante
medio de promoción social.
Existía, además, un complicado
cuerpo de suboficiales, los principales,
debajo de los cuales se alineaban hasta el simple soldado (gregario) un gran número de cargos de distinto carácter,
organizados según rangos fijos: ordenanzas (cornicularii),
correos (speculatores), escribas,
encargados de la administración y de la intendencia, técnicos, médicos…
Se mantuvo el principio del
servicio legionario exclusivo para ciudadanos romanos, aunque no el origen
itálico. Con la extensión del derecho de ciudadanía a los provinciales, las
provincias comenzaron a contribuir en proporciones considerables a la
constitución de las legiones. La presencia de itálicos fue así decreciendo
hasta encontrarse en minoría a finales del siglo I d.C.
La innovación más importante, con
todo, de la organización de Augusto fue la sistematización de las tropas
auxiliares. La República había hecho uso tradicionalmente de reclutamiento
indígenas, irregulares, a los que desde comienzos del siglo I a.C. se añadieron
formaciones regulares nacionales. La obra de Augusto consistió en organizar una
especie de segundo ejército, en efectivos equivalentes al legionario, con
reclutamiento de provinciales no provisto de la ciudadanía romana (peregrini).
b) Las tropas auxiliares
Las tropas auxiliares del ejército
romano (auxilia) se reclutaban
mediante alistamiento obligatorio y eran organizadas en unidades de infantería
(cohortes) y de caballería (alae), de 500 ó 1.000 hombres, ala mando
de oficiales romanos del orden ecuestre (praefecti).
Originariamente, la conscripción de las correspondientes unidades se hizo con
reclutas procedentes del mismo grupo étnico; de ahí los nombres que estas
tropas llevaban: astures, tracios, tongrios, sirios, retios…De este modo, al
tratarse de pueblos con cultivo de actividades guerreras, y en no pocas
ocasiones de reciente sometimiento, se sustraía al grupo de elementos jóvenes
más activos en disposición de luchar, trasladados a frentes muy alejados de sus
hogares.
Para completar los huecos que se
producían paulatinamente en la unidad, no se siguió manteniendo, sin embargo,
el principio étnico: se recurría para ello a reclutas de otra procedencia,
generalmente de las regiones cercanas al lugar de estacionamiento de la tropa.
Con ello, al cabo de los años, perdía la unidad su carácter nacional, y solo el
nombre recordaba la procedencia de origen.
Los cuerpos auxiliares se
convirtieron en un elemento muy importante de romanización, no solo como
consecuencia del efecto que sobre provinciales procedentes de las más apartadas
regiones del Imperio operaba un servicio de veinticinco años bajo mandos y
organización romanos, sino porque el licenciamiento regular (honesta missio) entrañaba la concesión
de la ciudadanía romana. Este privilegio no sabemos si fue establecido por
Augusto; en todo caso, a mitad del siglo
I los veteranos auxiliares gozaban del derecho de ciudadanía, que les
era reconocido expresamente en un documento especial, el diploma militar o certificado de licenciamiento.
Aunque el servicio en las alas y
cohortes era más prolongado que el legionario y la paga menor, las condiciones
y, sobre todo, la posibilidad de adquirir la ciudadanía romana era
suficientemente atrayente para los provinciales. Las unidades auxiliares,
adscritas en un principio a las legiones, fueron a lo largo del tiempo
independizándose, incluso con el establecimiento encuarteles propios, y
aproximaron sus tareas y objetivos a los de las tropas legionarias.
Es también obra de Augusto la
creación de una flota de guerra permanente, que puso fon a la tradicional falta
de interés de la República por el control del mar, en el que, sin embargo, se
había visto obligada a librar sus batallas más decisivas y del que dependía, en
gran medida, la economía. No fue, sin embargo, un proyecto de gran alcance:
Augusto organizó dos bases navales en Italia, destinadas a ser durante siglos
los cuarteles generales de las dos mayores flotas romanas: Miseno, en la bahía
de Nápoles y Rávena, en la desembocadura del Po.
c) La flota
También en algunas provincias
estacionó Augusto flotas permanentes. Prueba en todo caso del limitado interés
por el mar es el abandono de las responsabilidades del mando, generalmente en
manos de libertos, sobre una tripulación compuesta de libres no ciudadanos que,
mediante el servicio, podían acceder, como los auxiliares de las fuerzas de
tierra, al derecho de ciudadanía romana. De todos modos, las fuerzas navales
romanas cumplieron su función múltiple que incluía el control del Mediterráneo,
sobre todo por lo que respecta a la represión de la piratería, el transporte de
tropas y la rápida transmisión de órdenes y noticias entre el Gobierno central
y las provincias.
d) Cuerpos especiales de la urbe
Las fuerzas armadas del principado
se completaban con cuerpos especiales, creados por Augusto, estacionados en la
capital. Una de ella era la guardia
pretoriana, una tropa de élite inmediata a la persona del emperador,
compuesta por nueve cohortes al mando de un prefecto del orden ecuestre.
La vecindad al emperador, la
peculiaridad del cuerpo y la conciencia de élite de la tropa, constituida solo
por soldados itálicos, explican su gran influencia, concentrada en el prestigio
y poder de su comandante, el praefectus
praetorio, y el papel de las tropas en muchos cambios de emperador.
Las tres (luego cuatro) cohortes urbanae, al mando del praefectus Urbi cumplían funciones de
policía en Roma. Finalmente, a las siete cohortes
vigilum, bajo el praefectus vigilum,
les fue encomendada la vigilancia nocturna de la ciudad y la lucha contra los
incendios.
e) El ejército altoimperial
La organización y estructura dado
por Augusto al ejército se mantuvo en lo fundamental durante los dos primeros
siglos del Imperio. Pero sus previsiones para despolitizar las fuerzas armadas
no lograron evitar que el ejército continuara siendo un factor de poder, en
muchas ocasiones fuente de inestabilidad política. Si excluimos al sucesor de
Augusto, Tiberio, los restantes miembros de la dinastía Julio-claudia fueron
hechura del ejército y, en especial, de la guardia pretoriana.
El emperador, al basar su poder en
la voluntad de los soldados, necesitaba mantenerlos adictos, mediante aumentos
de soldada, donativos y regalos y, en este sentido, las fuerzas de la Urbe
fueron privilegiadas frente a los ejércitos provinciales, generando un
descontento creciente que se cuenta entre una de las causas del derrocamiento
del último representante de la dinastía, Nerón, en el 68.
Este año marca la primera grave
crisis político-militar del imperio, caracterizada por una serie de
pronunciamientos de los pretorianos y de algunos de los ejércitos provinciales
–los del Rin, Oriente e Hispania-, que aclamaron y entronizaron a diversos caudillos.
Derrocados sucesivamente. De la crisis emergió una nueva dinastía, la Flavia,
fundada por Vespasiano, que logrará devolver la paz y la estabilidad al
Imperio. Tras la muerte de su último representante, Domiciano, los Antoninos
continuarán hasta finales del siglo II d.C. manteniendo la pax romana y la cohesión del imperio.
A lo largo del siglo I d.C. fue
estabilizándose, en todo caso, el sistema del ejército permanente establecido
en las fronteras del Imperio, una vez completadas las conquistas que hacían del
territorio romano un conjunto compacto. En consecuencia, las fronteras se
organizaron en forma de líneas fortificadas, llamadas límites.
Los principales ejércitos de
coberturas se agrupaban a lo largo de estos territorios fronterizos: el del
Rin, en la Germania occidental; el del Danubio, en la Germania oriental. Y el
de Oriente, con base principal en Siria, con otros ejércitos secundarios en
Britania, África y Egipto. Como caso especial hay que mencionar al ejército de
la península Ibérica, en el interior del Imperio, cuyo mantenimiento, después
de las guerras de conquista de Augusto contra cántabros y astures, se explica
por las necesidades de explotación de las minas de oro del noroeste de
Hispania.
El limes no era siempre una simple barrera continua para evitar
posibles invasiones de pueblos bárbaros, sino una zona de vigilancia y
dispositivo de alerta que, dado el caso, podía constituir un sistema de bases
ofensivas, punto de partida para penetraciones al otro lado de la frontera. De
hecho, los limites se acomodaban a la
naturaleza del terreno y a las características del potencial enemigo. Mientras
en una zonas estaba constituidos por cadenas de castillos y torres de
observación, que enlazaban con los grandes campamentos permanentes de las
legiones, en otras los campamentos legionarios quedaban a retaguardia y los Castella guarnecidos principalmente por
tropas auxiliares, constituían una línea avanzada.
Sin embargo, a medida que
aumentaron las dificultades de política exterior y el Imperio se vio cada vez
más obligado a una política defensiva, enunciando a las conquistas, el limes fue evolucionando hasta
convertirse en ocasiones en líneas de tipo continuo, en donde las defensas
naturales se completaban con diversas obras de fortificación. Ejemplo de este
tipo es la muralla de Adriano en Britania, levantada contra las tribus
escocesas.
· Condiciones de servicio
En este ejército de cobertura, el
servicio militar era profesional y, por consiguiente, el reclutamiento
voluntario. Como profesional, el soldado pasaba la mayor parte de su vida en
servicio activo, 20 años para el legionario, 25 para el auxiliar y 16 para los
cuerpos de élite estacionados en Roma –y recibía un sueldo, de 225 denarios
bajo Augusto, aumentados con el tiempo hasta alcanzar a comienzos del siglo III
los 750, además de frecuentes donativos y regalos. Pero, sobre todo, al acabar
el servicio con 45 ó 50 años, el soldado recibía como recompensa, para
integrarse a la vida civil, una suma de dinero o un trozo de tierra cultivable.
De todos modos, el largo tiempo de servicio hacía de la unidad militar a la que
el soldado pertenecía su auténtico hogar y del campamento, su domicilio
estable.
Una rigurosa disciplina y una activa
vida en el campamento con trabajos de construcción, talas de árboles y otras
ocupaciones cotidianas proveían al entretenimiento del soldado en época de paz
y el mantenimiento de las virtudes militares.
Aunque como profesionales al
servicio de las armas, a la guarnición le estaba prohibido el matrimonio se
permitía en los alrededores del campamento la existencia de núcleos de
población más o menos estables, los canabae,
donde con buhoneros, comerciantes y gentes atraídas por los posibles negocios
que generaba el dinero militar, los soldados mantenían a sus concubinas, con las
que, al acabar el tiempo de servicio, el emperador les permitía legalizar su
unión.
· Extracción social de los soldados
En cuanto a la procedencia social
de los legionarios, siguió cumpliéndose el proceso de la desaparición de
itálicos a favor de los provinciales, primero de las provincias más romanizadas
de Occidente –la Galia Narbonense y la Bética- y, a lo largo del siglo II,
también de las provincias orientales del Imperio y de África. El lugar de estacionamiento
de las unidades tuvo un importante papel en la complementación de los
efectivos, ya que, con el tiempo, se hizo reclutar a los legionarios de las
regiones circundantes al lugar de estacionamiento de las correspondientes
legiones, estableciéndose así una relación más estrecha entre ejército y población.
Cuando, con el empeoramiento de
las condiciones económicas y el debilitamiento de la agricultura, se hizo más
difícil encontrar voluntarios para servir en las legiones, se permitió el
alistamiento de no ciudadanos. Su ingreso en las legiones significaba el
otorgamiento de la ciudadanía romana y, por consiguiente, un medio más para los
provinciales de promoción social, precisamente en las provincias menos
romanizadas, en las que se hallaba estacionado el ejército.
La concesión de Caracalla, año 212,
de la ciudadanía romana todos los habitantes del imperio (constitutio Antoniniana) posibilitó la entrada en las legiones de
cualquier habitante libre del Imperio. Con esta extensión del derecho de
ciudadanía, los auxilia perdieron su
carácter de tropas auxiliares de peregrinii.
En su lugar fueron apareciendo
nuevas unidades auxiliares, los numeri,
cuyo principal distintivo era el mantenimiento de su carácter nacional, en
cuanto a composición étnica y armamento. Se trataba generalmente de tropas
ligeras, a menudo, de caballería, procedentes de las provincias periféricas e
incluso de ámbitos exteriores al Imperio (germanos, britanos, moros…). No
obstante, a lo largo del siglo III, estos numeri
tendieron a asimilarse al resto de las fuerzas romanas.
· Las reformas de Septimio Severo
La neutralidad política del
ejército, mantenida desde Vespasiano, se rompió con el último representante de la
dinastía de los Antoninos. Cómodo, en 193 d.C. Su excesiva vinculación a las
fuerzas armadas de la Urbe, generó la sublevación de los ejércitos
provinciales, desatando una nueva crisis en el Imperio, en la que cada ejército
defendió con las armas su candidato al trono. El vencedor, Septimio Severo, de
origen africano, con la inauguración de una nueva dinastía, promovió una serie
de reformas en el ejército que, en seguimiento de tendencias ya presentes en
los decenios anteriores, trasformaron el carácter de la milicia y constituyeron
el punto de partida de la nueva organización bajoimperial.
El sistema defensivo y la propia
institución militar creados por Augusto y desarrollado a lo largo de los dos
primeros siglos del Imperio, manifestaban ya a finales del siglo II síntomas
claros de una grave crisis, con problemas fundamentales que, en su mutua
interdependencia, se agravaban: la insuficiencia de un sistema de defensa
estático frente a presiones de pueblos exteriores cada vez más duras, extensas
y concertadas, y el deficiente grado de competencia de un ejército minado por
serios problemas de reclutamiento, calidad y moral, precisamente cuando más
necesario se hacía su concurso.
Las reformas de Septimio Severo no
afectaron tanto a la estrategia fronteriza, que repite el viejo sistema
defensivo, con refuerzos y mejoras, como a conseguir recursos humanos para
poner en práctica esta estrategia en cantidad y calidad. Ello exigía el
mantenimiento y renovación de un ejército de alrededor de 350.000 hombres, con
graves problemas de reclutamiento por las cada vez más escasamente atractivas
condiciones de servicio.
Las más inmediatas e importantes
reformas consistieron en un aumento de la paga y en el permiso de matrimonio
legal para los soldados en servicio. Pero se añadieron luego otras ventajas
tendentes a conseguir una promoción del elemento militar que permitieran al
soldado avanzar en la escala social hasta los mismos estamentos privilegiados
del orden ecuestre y senatorial. El ejército fue, así, el único medio de
superación de abismos sociales que, insalvables por la extracción de origen,
podían obviarse por el talento y esfuerzo personal.
Pero también así, el ejército, en
sus cuadros superiores, vino a convertirse en una fuente de provisión para la
administración civil, al proporcionar oficiales ecuestres para las muchas
procuratelas imperiales. Incluso sin alcanzar este grado máximo de promoción,
los veteranos, con sus privilegios e inmunidades fiscales, retornaban a la vida
civil como miembros destacados de su comunidad de origen, en las que
frecuentemente llenaban las magistraturas locales.
Pero, sobre todo, la vida en el
ejército se hizo más atractiva, aproximándose a la civil. Las prohibiciones de
organizar asociaciones o collegia,
dedicarse temporalmente a actividades mercantiles o cultivar la tierra en los
alrededores del campamento, la estricta separación de civiles y militares en
las guarniciones urbanas o la mencionada imposibilidad de formar una familia
legal desaparecieron con los Severos y contribuyeron a acercar a soldados y
civiles, todavía más por la concesión del privilegio de municipio o colonia
para las canabae legionarias, el
abandono de campamentos y el traslado de tropas de los cuarteles a
concentraciones urbanas.
· Militarización de la sociedad
La original solución de los
Severos a uno de los problemas básicos del Imperio, el ejército, permitió
todavía utilizar esta institución en nuevas e incrementadas tareas en el
contexto general de la administración imperial. Soldados y suboficiales
empezaron a llenar las oficinas de magistrados civiles, como escribas,
mensajeros, ujieres, confidentes, contables, o cumpliendo servicios civiles en
la annona, la intendencia general, o
el fisco desde sus ciudades-cuarteles. Esta presencia del elemento militar,
incrementada a lo largo del siglo III, no podía crear sino una militarización
de la sociedad, en la que los soldados dominaban la escala social.
El fenómeno por el que el civil se
convierte en soldado y el soldado en civil, en una mezcla de falta de
especialización y de continuas interferencias de tareas que acuñan la sociedad
del Bajo Imperio, tienen, sin duda, su origen en las reformas de Severo. La
inversión del ejército en las tareas del Estado ha marcado un camino que, en
una crisis económica y social creciente, solo podía llevar a una influencia
cada vez mayor del ejército en las instituciones civiles.
En la frontera, el ejército
representa todo lo que era visible de la civilización superior romana; en el
interior del imperio, cuando bandoleros y bárbaros extienden una ola de
inseguridad, el soldado se convierte no solo en defensor, sino en administrador
y garante de las instituciones. El ejército asume la defensa local, moviliza
hombres, armas y dinero y concentra la autoridad civil en sus manos. Esta
intervención del elemento militar sobre la sociedad no es, sin embargo, más que
una solución autoritaria solicitada por las clases en el poder que veían
amenazados sus privilegios y, con ello, el ejército se convierte en el brazo
armando de las clases dominantes.
· Reformas organizativas
También con los Severos se producen cambios
importantes en la organización militar, debidos a una doble causa. Por una
parte, cambia la forma de guerrear. Las luchas contra persas y germanos, que
basaban su táctica en la utilización de grandes masas de caballería hicieron de
ésta un arma fundamental. Las hasta ahora sin importancia tropas montadas del
ejército romano fueron reorganizadas, sobre todo por obra del emperador
Galieno, que creó una caballería independiente como cuerpo de combate. También
ganaron en significación las armas de tiro, y las propias legiones fueron
reorganizadas y recibieron un nuevo armamento, más acorde con las nuevas
técnicas de lucha a las que habían de enfrentarse. Las legiones redujeron el
número de sus efectivos para hacerse más móviles y los legionarios sustituyeron
el gladius y el pilum por la spatha
germana de doble filo y la lancea.
Pero también la profunda crisis
política interna y exterior del siglo III ocasiona cambios en la organización
del ejército. Las luchas de los numerosos pretendientes al trono imperial y las
guerras de defensa contra los bárbaros invasores obligan a crear un ejército móvil,
estacionado al lado del emperador o en lugares neurálgicos de las provincias.
Mientras el ejército de cobertura, establecido en las fronteras, se va
transformando cada vez más en formaciones de campesinos en armas, solo potencialmente
soldados, aunque bajo orden militar, los limitanei,
se desarrolla un ejército móvil de comitatenses,
articulado en tropas de infantería de 1.000 hombres, que continúan llevando el
nombre de legiones, y unidades de caballería de 500 jinetes (vexillationes).
f) El ejército bajoimperial
Problemas económicos y sociales,
inestabilidad política, crisis ideológica y presiones exteriores, que con sus
grandes sacudidas recorren gran parte del siglo III, después de la breve
restauración de Septimio Severo, si bien no fueron suficientes para acabar con
el edificio imperial, mostraron claramente la necesidad de una profunda
reforma. A finales de siglo, preparado por una serie efímera, pero enérgica, de
emperadores surgidos de las filas del ejército, llegó al poder Diocleciano, que
con sus reformas volverá a dar estabilidad –bien que con bases profundamente
distintas- al Imperio.
Desde la segunda mitad del siglo
III había ido desarrollándose, como hemos visto, un nuevo ejército, que recibe
con Diocleciano y Constantino su imagen definitiva tal como la conocemos
gracias a un curioso elenco de efectivos, la Notitia dignitatum, y otras fuentes contemporáneas, como el
historiador Amiano Marcelino. Es el ejército del Bajo Imperio, que deberá
enfrentarse a las invasiones bárbaras en las que se disolverá, a mitad del
siglo V, en Occidente junto con el propio edificio imperial.
El enérgico emperador Diocleciano,
conservador en sus ideas estratégicas, mantuvo la tradición de sus
predecesores: el grueso del ejército disperso a lo largo de las fronteras,
todavía compuesto de legiones con el concurso de las vexillationes de caballería creadas en el siglo III. Sus esfuerzos
principales se dirigieron a reforzar las fortificaciones de frontera y a
aumentar las dimensiones del ejército. Fue introducida, sobre todo, una
innovación en el sistema de mando, al establecerse en ciertas áreas fronterizas
comandantes de zona, los duces,
distintos de los gobernadores provinciales.
Es sobre todo Constantino el
innovador, que creó el ejército del siglo IV, aumentando considerablemente la
fuerza del ejército movil de maniobra, los comitatenses,
para cuyo mando creo nuevos oficiales, el magíster
peditum y el magíster equitum.
Los ejércitos de frontera, los limitanei
o ripenses, fueron reducidos en su
fuerza numérica y disminuyeron de prestigio.
Durante los reinados de los hijos
de Constantino y de Valentiniano y Valente no hubo ningún cambio radical. Con
la división del imperio, los comitatenses
fueron divididos en dos o tres ejércitos, cada uno con sus magistri peditum y equitum,
y el ejército móvil se subdividió en grupos locales, asignados a las diferentes
fronteras, como fuerzas de maniobra regionales. Así se formó una distinción
entre los efectivos de los ejércitos regionales, aún llamados comitatenses, y los de los ejércitos que
seguían a los emperadores, los palatini.
Las unidades citadas continuaban
siendo en principio tropas regulares y romanas, y en su mayor parte eran
reclutadas entre ciudadanos romanos. Pero el gobierno romano hubo de integrar
cada vez más sus fuerzas reclutadas entre los ciudadanos con unidades bárbaras.
Siguiendo esta tradición, ya Diocleciano había reclutado libremente bárbaros,
al menos en las unidades auxiliares. Constantino aumentó el elemento germánico
en el ejército, aunque estos bárbaros eran reclutados individualmente y servían
a las órdenes de oficiales romanos.
· Los “foederati”
El expediente de reclutamiento de
bárbaros cambió con los llamados foederati.
Se trataba de contingentes proporcionados, de acuerdo con los tratados, por
tribus aliadas del Imperios, que servían al mando de sus jefes tribales. A los
largo del siglo IV, el sistema fue aplicado en todas las fronteras. Las tribus
de foederati normalmente participaban
solo en las guerras que tenían lugar en los territorios vecinos, pero podían
ser llamadas para proporcionar contingentes también para guerras en frentes
alejados.
Este estado de cosas duró hasta la
desastrosa derrota de Valente en Adrianópolis, en el 378, que con la irrupción
de los godos en el interior del Imperio vació de efectivos el ejército romano
de Oriente. Teodosio I no logró poner remedio a la situación y tuvo que firmar
un tratado con los godos, por el cual se les concedió a los bárbaros un lugar
de asentamiento dentro de las fronteras del Imperio, a cambio de proporcionar
contingentes a las órdenes de sus propios jefes para ayudar al ejército romano.
Este fue el comienzo del uso creciente de foederati
en un nuevo sentido. El término era usado para designar fuerzas de tipos muy
distintos, pero su característica común era la de no estar sujetas a la
disciplina romana y ni siquiera ser administradas por el gobierno romano, sino
servir bajo un jefe bárbaro, que recibía de tiempo en tiempo sumas de dinero
para su sueldo y mantenimiento.
Los últimos estudios de
desintegración del ejército romano en Occidente son muy oscuros. Al parecer, se
dejó que los comitatenses desaparecieran,
en parte por falta de reclutas y en parte por falta de fondos, que eran
absorbidos por el mantenimiento de los foederati.
Las fuerzas todavía existentes se barbarizaron progresivamente, ya que bandas
enteras de foederati fueron tomadas
en bloque y clasificada como auxilia.
Al final, hubo probablemente poca diferencia entre las unidades regulares
supervivientes del ejército móvil y los foederati.
Por lo que respecta a los limitanei,
aún durante el reinado de Honorio, fueron usados en algunas áreas para colmar
las lagunas de los ejércitos móviles. Pero donde aún permanecieron sus
cuarteles, terminaron por desbandarse por falta de paga.
Así, al final de una historia que
supera el milenio, se produce la trágica paradoja de un Imperio que ha de ser
defendido por los mismos bárbaros que habían constituido sus seculares
enemigos, contra los que se había creado y desarrollado un ejército que se
disuelve, con el propio imperio, en las invasiones del siglo V, que ponen fin a
la Antigüedad.
P. CONNOLLY: Las Legiones Romanas. Ed. Espasa-Calpe, 1986
Bibliografía:
J.M.ROLDÁN: Las Legiones Romanas. Cuadernos historia 16, nº 103, 1985.
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