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jueves, 7 de mayo de 2015

Roma y la conquista de la Península Italiana (700-264) (V): Conclusiones

La conquista de la Península Italiana se había conseguido en un notable corto espacio de tiempo; solo 75 años antes el poder de Roma no se extendía más allá de la relativamente minúscula región del Latium Vetus. Por otra parte, los romanos establecieron su control de una manera tan absoluta que si excluimos las circunstancias especiales de la Guerra de Anibal, no se enfrentaron a serias revueltas en Italia durante casi 200 años. Las únicas excepciones a este firme patrón fueron las aisladas y breves rebeliones de Falerii (241 a.C.) -si es que fue una rebelión y no un acto de agresión romana-  y Fregellae (125 a.C.), que no atrajeron ningún apoyo de otros aliados y ambas fueron facilmente aplastadas. La rapidez y minuciosidad de la conquista romana fueron asombrosas, y demandan algún tipo de explicación.

El primer punto que reclama un comentario es la extraordinaria beligerancia de los romanos. La conquista de Italia fue el resultado de una guerra que era a la vez intensiva y continua. En el periodo histórico de la República el estado romano estuvo envuelto en la guerra como una cuestión de rutina. Este patrón de constante actividad militar estaba firmemente establecido por la época de las Guerras Samnitas, cuando las campañas tenían lugar literalmente cada año, con las dudosas excepciones del periodo tras las Horcas Caudinas y los años 289-285 a.C., en las que simplemente no tenemos datos. La paz que se marcó, en 241 a.C., al cerrar el templo de Jano era genuinamente excepcional.

La belicosidad del estado romano está indicada no solo por la frecuencia con la que iba a la guerrra, sino también por la alta proporción de sus recursos humanos ciudadanos que estaban comprometidos al servicio militar. El tamaño de la poblacion ciudadana antes de la mitad del tercer milenio solo pueden conjeturarse, pero las estimaciones como las de A. Afzelious deben ser el orden de magnitud correcto. Las cifras de Afzelius implican un total de c.100.000 ciudadanos varones adultos en 338 a.C., aumentando a c. 115.000 en 304, y a c.160.000 después de 290. El reclutamiento regular anual en el siglo IV eran dos legiones (unos 9000 hombres), y se aumentó a cuatro legiones (unos 18.000 hombres) durante la Segunda Guerra Samnita. Resulta que, a través del periodo de las guerras de conquista italianas, entre el 9 y el 16 por ciento de todos los varones adultos estaban sirviendo regularmente en el ejército. En tiempos de crisis la proporción era incluso más alta, por ejemplo, en 295 a.C. cuando estuvieron en armas seis legiones, que representaban alrededor del 25 % de la probable población masculina masculina. Estas cifras, que son coherentes con las de periodos posteriores y mejor documentados, representan un nivel muy alto de participacion de los ciudadanos romanos, que hasta donde sabemos no pueden ser comparadas por el registro de ningún otror estado preindustrial.

Las implicaciones sociales y económicas de este grado de compromiso hacia la guerra son muy reveladores sobre la cultura y los valores romanos. A mediados de la República Roma era una sociedad guerrera impregnada en todos los niveles por lo que ha sido llamado correctamente un "ethos militarísta". Este rasgo característico se expresaba más claramente en ceremonias como el triunfo y en el culto de deidades guerreras tales como Bellona o Victoria. Esas divinidades se muestran prominentemente en los registros de los cimientos de los templos en la edad de las Guerras Samnitas, y entre los tipos de las monedas romanas más antiguas, que también se datan de este periodo.

No es sorprendente que en sus relaciones con otros estados Roma fuera consecuentemente agresiva. No se pretende ningún juicio de valor en este uso del término "agresivo"; simplemente se entiende como un comentario descriptivo sobre la actividad militar romana, que era intensiva y continua, y de hecho dio como resultado una expansión territorial, una riqueza creciente y la dominación política de otros pueblos. Que los romanos eran imperialistas es una perogrullada. También podemos observar que  las campañas en las que se implicaron tuvieron lugar en su mayor parte en territorio enemigo más que en el suyo o en el de sus aliados.

Si las acciones del estado romano estaban o no justificadas legal o moralmente, es otro tema, que no concierne al historiador. Igualmente, cuestiones de motivo e intención solo son de relevancia marginal. No podemos saber a ciencia cierta si los romanos eran consciente o cinicamente agresivos, pero parece improbable. De hecho la tradición mantiene que los romanos solo entablaban 'guerras justas' en defensa propia o de los intereses legítimos de sus aliados. Cuando se declaraba la guerra, se celebraban rituales espaciales por los feciales para confirmar la justicia de la causa romana y asegurarse el apoyo de los dioses. La idea de la 'guerra justa' a veces se ha descartado como una pretensión cínica o una fabricación ingenua de los analistas patriotas; pero es aún más probable que los romanos fueran capaces de convencerse de que su caso era realmente justo (cualquiera que fueran sus méritos 'objetivos') y que los dioses estaban de su lado.

Evidentemente los romanos estaban preparados para emplear la guerra como instrumento de política como apoyo de lo que consideraban que eran sus derechos legítimos. Esta voluntad para implicarse en la guerra era perfectamente racional, como ha demostrado W.V. Harris. Las guerras fructíferas traían ganancias tangibles en la forma de botín de bienes muebles, esclavos, esclavos y tierra, así como beneficios intangibles de seguridad incrementada, poder y gloria. Los romanos, que no eran imbéciles, estaban obviamente deseosos de esas ventajas de la guerra con éxitos y, sin duda, la vieron como deseable.

No obstante, la exigencia esencial, era la victoria. En cualquier calculo racional, las ventajas potenciales de éxito militar tendría que ser sopesado contra las posibles consecuencias de la derrota. El hecho notable es que los romanos no parecen haber sido disuadidos por los riesgos; evidentemente esperaban ganar, y generalmente lo hacían. Lo que debe ser explicado, por tanto, no es solo por qué los romanos combatían en tantas guerras, sino por qué lo hacían de manera tan afortunada. En el análisis final la respuestas a ambas cuestiones es siempre la misma: tenían a su disposición una máquina militar muy eficiente y podían invocar recursos que sus oponentes no podían esperar igualar.

Las bases del poder militar de Roma estaban firmemente colocadas en la colonización que siguió a la Gran Guerra Latina en 338 a.C. Como hemos visto, el resultado, la mancomunidad romana resultante comprendía una unidad territorial única cuyos habitantes se dividían en ciudadanos plenos, ciudadanos sine suffragio, colonos latinos y aliados latinos. Estos diversos grupos tenían una cosa en común: la obligación de proporcionar tropas para el ejército romano en tiempos de guerra. En consecuencia, la mancomunidad romana en 338 a.C. fue capaz de disponer de de recursos humanos sin rival, y era ya el más poderoso estado militar en la Italia peninsular. Su éxito llevó la expansión y a un incremento adicional de sus recursos humanos. Al mismo tiempo, la práctica de la guerra continua, inevitablemente supuso mejorar la organización y las habilidades tácticas, y una efectividad militar mayor.

Un punto que exige atención es que el estado romano reinvirtió los beneficios de las guerras de éxito en otras empresas militares. El coste de movilizar grandes ejércitos cada año era reunido por la imposición de un impuesto sobre la propiedad llamado tributum, que probablemente fue instituido a finales del siglo V. Parte de esta impuesto se pagaba, sin duda, en especie, en la forma de suministros para el ejército, y el resto en bronce sin acuñar, hecho que se refleja en el término latino utilizado en la paga de los soldados, el stipendium, que implica el peso del metal sin acuñar. El tributum era una recaudación irregular, impuesto cuando surgía la necesidad. Pero los ingresos derivados del botín y las indemnizaciones también era utilizado para el coste de la guerra. Una cuestión política importante, al que continuamente se refieren nuestras fuentes en la historia de la República, tenía que ver con el destino del botín adquirido por los ejércitos victoriosos. El comandante, sobre el que descansaba el poder de decisión, podía distribuir el botín de una vez entre sus tropas (y así complementar su paga existente) o tomarlo para el estado, en el caso de que pueda ser usado para pagar un reembolso a los contribuyentes, o a pagar el stipendium de los soldados romanos en campañas futuras y así hacer innecesario el pago de futuras entregas de tributum.

Otra manera en que los romanos obtenían sus pagos de guerra para sí mismos era imponer indemnizaciones sobre los enemigos derrotados, quienes eran obligados por tanto a proporcionar suministros, equipación y pago para el ejército romano durante un periodo de tiempo determinado. por ejemplo, en 306 a.C., a los hérnicos les fue concedida una tregua por el cónsul Q. Marcio Trémulo, que les ordenó suministrar el pago y provisiones de dos meses, y una túnica para cada soldado.

Pero el rasgo más importante de la maquinaria mitar romana fue el sistema de alianzas en Italia. Hacia mediados del siglo III, Roma había celebrado tratados permanentes con alrededor de 150 comunidades italianas, nominalmente independientes, que habían sido derrotadas en guerra o habían acordado voluntariamente convertirse en aliados. Los nuevos tratados (foedera) probablemente diferían unos de otros en el detalle, pero la estipulación común a todas ellas era la obligación de los aliados de suministrar ayuda militar a los romanos en tiempo de guerra. A cambio recibían la protección de Roma y parte de los beneficios de las empresas militares fructíferas.

Desde 338 a.C. en adelante, cada ejército romano que saltaba al campo comprendía tropas de ciudadanos (en las legiones) y contingente de aliados. Este hecho es fácilmente pasado por alto, ya que la contribución de los aliados tendía a ser ignorada por las fuentes que se centraban en Roma. Ya en la batalla de Sentinum los latinos y otros aliados superaban en número a los legionarios romanos. Puede estimarse, sobre la base de cifras proporcionadas por Polibio que en 225 a.c. la población aliada de Italia incluía unos 360.000 hombres en edad militar a los que los romanos podían haber movilizado si hubiera sido necesario; de las tropas realmente en armas en 225, los aliados sobrepasaban a los romanos en una proporción de tres a dos. En los años siguientes la ratio fluctuaba entre 1:1 y 2:1 hasta la época de la Guerra Social.

Estos hechos tienen una importante relevancia en el problema del imperialismo romano. La disponibilidad de recursos romanos itálicos dio al estado romano un inmenso potencial militar y una capacidad casi infinita para absorber pérdidas, como iban a demostrar los acontecimientos de las guerras de Pirro y de Anibal. Pero igualmente importante fue el hecho de que el sistema de alianzas tenía una función exclusivamente militar, y fue usado por los romanos en tiempo de guerra. Por tanto, lógicamente, fue necesario para los romanos implicarse en la guerra si iban a aprovecharse de los servicios de los aliados para conservarlos bajo control. Esta interpretación funcional de la alianza romana fue esbozada por primera vez por A. Momigliano, cuya descripción de su operación vale la pena repetir.
La maquinaria trabajó durante unos siglos, desde en torno a 280 hasta 100 a.C.; y el modo en que trabajaba era que Roma pasaba de guerra a guerra sin pensar en la cuestión muy metafísica de si las guerras estaban destinadas a ganar poder o conservar a los aliados ocupados. Las guerras eran la esencia misma de la organización romana. La batalla de Sentinum era el preludio natural a la batalla de Pydna -o incluso a la destrucción de Corinto y la Guerra Social.
 El sistema era explotador en el sentido de que los aliados cargaban con una parte sustancial de las guerras de conquista, y una parte correspondiente de los riesgos; y en particular ellos sufrían una proporción del coste, ya que estaban obligados a pagar por sus contingentes con sus propios recursos. De este modo los romanos recaudaban a los aliados sin imponer un tributo directo, y creaba la posibilidad de hacer guerras a un precio relativamente bajo para ellos. Por su parte, los aliados estaban evidentemente preparados para aceptar este estado de cosas, y de hecho permanecían consecuentemente leales a Roma. Esta actitud de conformidad puede parecer a primera vista sorprendente, pero puede entenderse de dos maneras.

En primer lugar los romanos recibían el apoyo de las clases adineradas en los estados aliados, que se volvían naturalmente hacia Roma cuando sus intereses locales estaban amenazados. Durante las guerras romanas de conquista los romanos frecuentemente se beneficiaban de las acciones de los elementos prorromanos dentro de las comunidades italianas; los sucesos de Nápoles en 326 a.C. proporcionan un buen ejemplo. En una serie de ocasiones registradas los romanos intervinieron realmente con una fuerza militar para sofocar insurrecciones populares en nombre de las aristocracias locales de las comunidades aliadas, por ejemplo en Arretium en 302 a.C., en Lucania en 296 y en Volsinii en 264. A cambio ellos recibían la activa cooperación de las clases gobernantes de los estados aliados, un acuerdo que aseguraba su continua lealtad incluso en tiempos de crisis. Fue especialmente efectiva en regiones donde existían profundas divisiones sociales, como en la Etruria septentrional, donde parecen haber sobrevivido formas arcaicas de dependencia y clientelismo bien entrado el periodo romano.

La segunda razón para la cooperación de los estados italianos es que como socios militares de Roma obtenían una parte de los beneficios de las guerras fructíferas. Hay buenas pruebas de que cuando el botín de bienes muebles era distribuido entre un ejército victorioso los soldados aliados recibían una parte igual junto con los legionarios romanos. La única excepción conocida a esto, la ocasión en 177 a.C. cuando los aliados recibieron solo la mitad de lo que se daba a los romanos, era probablemente un acto aislado de avaricia.

Las cantidades de botín tomadas y el número de cautivos esclavizados durante las Guerras Samnitas fueron muy considerables, a juzgar por las cifras dadas Livio, que bien pueden estar basadas en un auténtico registro. La ganancia más importante que se hacía de las conquistas era la tierra, que era confiscada a los enemigos conquistados y utilizada para la colonización y la distribución individual. Aunque las fuentes no nos dan mucha ayuda en este asunto, es prácticamente cierto que los colonos incluían italianos no romanos (latinos y aliados) así como ciudadanos romanos.

Esta conclusión está basada no solo en lo que sabemos de la colonización en periodos anteriores, sino también sobre el simple argumento demográfico de que la población romana por sí misma no podía sostener tan alta proporción de emigración como implica el registro. De acuerdo con las fuentes, las colonias latinas estaban compuestas por entre 2.500 y 6.000 varones adultos. Esto significa que en el periodo entre 334 y 263 a.C., cuando se establecieron 19 de tales colonias, hasta 70.000 varones adultos y sus dependientes fueron reasentados. Es improbable que la población romana por sí misma pudiera haber resistido tal drenaje sobre sus recursos humanos. La única explicación razonable de los hechos es que una proporción sustancial de esos colonos fueron extraídos de las comunidades aliadas.

La participación de los aliados en la colonización de los territorios conquistados debe situarse frente al hecho de que como regla general los romanos confiscaron extensas áreas de tierras de los pueblos derrotados. El sistema romano ha sido comparado a una operación criminal que compensaba a sus víctimas integrándolas en la banda e invitándolas a compartir el proceso de futuros robos. Esta siniestra pero adecuada analogía nos retrotrae al punto sobre la necesidad del estado romano de hacer la guerra. Cualquier banda criminal digna de ser respetada pronto se rompería si su jefe decidiera abandonar el crimen e 'ir de legítimo'.

Al unirse a una extensa y eficiente organización y sacrificar su independencia política, los aliados italianos de Roma obtenían seguridad, protección y se beneficiaban de un premio relativamente modesto. Aunque los soldados aliados que servían en el ejército romano a menudo podían (si no siempre) superar en número a sus oponentes romanos, la carga colocada sobre los recursos humanos de los ciudadanos romanos era proporcionadamente mucho más dura. En 225 a.C. las tropas ciudadanas romanas contaban como un 40% del ejército romano y aliado combinado, pero en esa época los ciudadanos romanos representaban solo en torno a un 27% de la población total de la Italia peninsular. Al idear este tipo de balance anual se puede llegar a entender la posición de los aliados en relación con Roma, y explicar tanto la eficiencia y cohesión al sistema.

Lo que no podemos hacer, en el estado presente de nuestro conocimiento, es proceder desde esas esquemáticas generalizaciones a una apreciación de cómo afectaron las guerras de conquista a la vida del pueblo que tuvo la desgracia de vivir a través de ellas. Todo lo que podemos decir es que la unificación de Italia bajo el liderato romano se logró con un inmenso coste en términos de sufrimiento humano. La Italia central meridional estaba gravemente afectada por la sucesión interminable de guerras romano-samnitas. Es imposible cuantificar la extensión de la devastación y la pérdida de vidas a las que se refieren de un modo general nuestras fuentes; y los consiguientes efectos de la guerra, tales como la hambruna y enfermedades masivas, y la dislocación social y económica del campesinado, solo pueden imaginarse.



BIBLIOGRAFÍA:

CORNELL, T. J.: The conquest of Italy. Capítulo 8 del Volumen VII, parte II de la Cambridge Ancient History. Cambridge University Press, 2008.

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