Canadá es el segundo país más extenso del mundo, y, abarcando desde los 42º de latitud norte hasta casi el polo norte, es quizás el más desconocido a nivel general de todo el continente americano. A diferencia de los Estados Unidos, donde es bien conocido por todos la historia de su independencia respecto de la metrópoli inglesa, y la posterior conquista del oeste, o de la América hispanoparlante, con el descubrimiento y colonización por españoles y portugueses de las culturas precolombinas de aztecas, mayas e incas, entre otros, el conocimiento de los detalles de los orígenes del estado canadiense permanece en la penumbra para la mayoría del gran público, quizás por la ausencia de culturas nativas de nivel avanzado en unas latitudes tan frías y por la aparentemente pacífica emancipación de la colonia respecto de Gran Bretaña. Es por ello que espero sirva este esbozo para aumentar los conocimientos sobre el nacimiento de esta gran nación.
Canadá en la actualidad |
1. La época de la expansión y exploración
Cuando los primeros europeos llegaron a lo que hoy es Canadá encontraron poblaciones nativas en el estadio cultural de la Edad de Piedra. Su lugar de procedencia sigue siendo objeto de debate, aunque la teoría más aceptada es la de la emigración transiberiana, realizada hace unos 30.000-75.000 años, cuando aún existía un puente de tierra en el estrecho de Bering. Desde lo que hoy es Alaska se dispersarían hacia el sur y el este. Los últimos en llegar serían los esquimales o inuit, que se quedaron en el lejano norte y consiguieron organizar una vida armónica en medio de las duras realidades de su entorno. En el siglo XVI los indios no eran más que unas tribus pequeñas que salpicaban la parte norte del continente, tal vez un cuarto de millón de personas en total.
También ha habido constantes discusiones acerca de los primeros descubridores de América del Norte, así como sobre lo que fue realmente descubierto. En el norte de Terranova, en un lugar llamado L'Anse aux Meadous, los investigadores han desenterrado los restos de una pequeña colonia vikinga que existió alrededor del año 1000 y que quizá perdurase unos doce años. Las sagas nórdicas, desde hace mucho tiempo han relatado sus viajes a Islandia, Groenlandia e incluso hasta más allá. Ahora se sabe con certeza que llegaron a Terranova y que probablemente hicieron tres intentos de establecerse allí. Un niño europeo llamado Snorri nació allí, pero la colonia era demasiado débil y estaba demasiado alejada para sobrevivir. Las amenazas de los indios skrelings provocaron su abandono y los vikingos desaparecieron primero de Terranova y luego de Groenlandia, dejando detrás solo leyendas fascinantes y especulaciones. Durante otros quinientos años los indios seguirían conservando su vida de siempre.
En 1497 los ingleses llegaron a los que sería Canadá. Los trabajos de descubrimiento ingleses los hicieron los particulares, los comerciantes de Bristol, la ciudad portuaria del oeste del país. Sus primeros viajes son oscuros, pero parece que durante varios años de la década de 1480 buscaban las islas del Alto Brasil en algún punto de Occidente. Se unieron a un italiano que se llamaba Giovanni Cabotto, quien por fin logró convencer a Enrique VII para que le concediera una carta de exploración de una ruta occidental hacia las Islas de las Especias. En mayo de 1497 Cabotto, o John Cabot, partió de Bristol en un barco pequeño, el Matthew, tripulado por marineros locales. Volvió en agosto después de haber llegado a lo que él llamó Newfoundland. La verdadera naturaleza de esta Nueva Tierra Hallada se ha convertido en un tema de intenso debate desde entonces. Pudiera haber sido la parte norte de Terranova o el cabo Cod, o cualquier punto situado entre ambos.
El más destacado historiador norteamericano de la era de las exploraciones, Samuel Elliot Morison, estaba seguro de que Cabot tocó tierra en el norte de Terranova y los terranovenses tienden a darle la razón. La opinión mayoritaria entre los canadienses opta a favor de la isla de Cabo Breton, al lado sur del golfo de San Lorenzo. Sea como fuera, Cabot hizo por la parte septentrional lo que Colón había hecho por el Caribe: la introdujo en el conocimiento de Europa. El rey de Inglaterra le recompensó con la cantidad de 10 libras. Al año siguiente partió de nuevo y no regresó. Su hijo Sebastian le sucedió, convirtiéndose en un gran explorador, o en un gran embustero según otras opiniones. Los ingleses no hicieron mucho para aprovechar los conocimientos de manera inmediata, pues estuvieron envueltos en el movimiento protestante y en complicados conflictos dinásticos.
Los europeos, sobre todo los portugueses, vascos y bretones, pescaban habitualmente por los Grandes Bancos a lo largo de la primera parte del siglo XVI, pero sin explorar seriamente y desde luego sin colonizar la parte septentrional de América del norte. Hubo varios motivos para ello: uno fue que el ritmo de exploración, o colonización, estaba estrechamente interrelacionado con otros intereses en la metrópoli; otro, por supuesto, fue porque los españoles y portugueses estaban más ocupados y obtenían más éxito en otras zonas, y finalmente, a los europeos les importaba menos América del Norte en sí que el hecho de cruzarla para llegar a las riquezas de Oriente. América del Norte sería finalmente explorada porque constituía un estorbo.
Otro italiano, el florentino Giovanni de Verrazano, que viajaba al servicio de Francisco I de Francia, exploró la mayor parte de la costa desde el cabo Fear, en lo que es hoy Carolina del Norte, hasta Terranova. Más tarde fue asesinado y comido por los habitantes de las islas caribeñas. Francisco I se consideraba así mismo como el hombre renacentista por antonomasia, de manera que se interesaba por todo, aunque nunca por mucho tiempo. Durante su reinado (1515-1547), los franceses se mostraron activos no sólo en América del norte, sino también en las Indias Occidentales y por la costa de Brasil, donde acabarían por enfrentarse a los portugueses. El mismo Francisco, sin embargo, prefirió dedicarse a luchar en las grandes guerras entabladas entre los Habsburgo y los Valois, y a invadir Italia, donde, en Pavía en 1525, perdió todo todo menos el honor, y pasó una temporada como invitado forzoso de Carlos V en Madrid.
Por tanto, igual que en el caso de Inglaterra, la tarea de exploración en ultramar quedó en manos de emprendedores particulares. Uno de los más grandes de estos entra ahora en escena en la persona de Jacques Cartier, nacido en Saint-Malo en 1491 y ya con una reputación de navegante experimentado cuando conoció al rey Francisco en 1532. Dos años más tarde, con una comisión real y dos barcos pequeños, zarpó de su ciudad natal y navegó rumbo al oeste.
Cartier tuvo una suerte increiblemente buena, pues tuvo un buen tiempo para navegar, y consiguió llegar a Bonavista, en Terranova en solo 20 días en el mar, con lo tuvo tiempo suficiente para explorar antes de que la tripulación empezara a morir o a amotinarse. Siguiendo la costa hacia el norte desde su primer contacto con tierra, bajó a continuación por el estrecho de Belle Isle para penetrar en el gran golfo de San Lorenzo. con esto, aunque sin darse cuenta, los franceses habían encontrado una de las más importante puertas hacia América del Norte. En su primer viaje Cartier pasó un mes en el golfo, llegando a la isla de Anticosti y la península de Gaspé. En agosto se dirigió a la metrópoli pasando de nuevo por el estrecho de Belle Isle. Francisco I estaba complacido. En 1535 financió una segunda expedición. Al entrar en el golfo otra vez, los viajeros se dirigieron a Gaspé y luego, animados por los indicios que encontraron, siguieron río arriba. Según su interpretación, los indios llamaban a la corriente el río de Hochelaga. Trató de descubrir cuál era el nombre del territorio interrogando a los indios locales, pues pensó, lleno de excitación, que ese gran brazo de mar podía ser el comienzo del estrecho que lo llevase al océano Pacífico. Pero los indios creyeron que les preguntaba qué eran ciertas pequeñas construcciones, ya que parecía señalarlas. Así, le transmitieron la palabra que usaban para «cabañas», que era algo similar a «cañada» (caignetdaze). Como resultado de ello, Cartier llamó a la región Canadá. Al cabo de la primera semana de septiembre Cartier llegó a un pueblo indio llamado Stadacona, en la confluencia de dos ríos, un escenario extremadamente impresionante, donde en la actualidad está la ciudad de Quebec.
Los indios querían que se quedaran allí, y de hecho, la estación ya estaba avanzada, pero Cartier decidió proseguir. Con los botes de sus barcos continuó río arriba, obviando una serie de rápidos, hasta llegar a un pueblo indio más grande que se llamaba Hochelaga. Aquí vio una colina alta a la que bautizó como Monte Real, hoy Montreal. Desde su cima pudo ver una inmensa extensión de bosques ondulantes y el brillo plateado del río que llegaba desde el oeste, pero mostrando más rápidos corriente arriba. Como el frío ya había empezado, los franceses tuvieron que invernar en Stadacona. El río se heló hasta una profundidad de casi dos metros mientras que enormes ventiscas amontonaban la nieve contra las chozas y la empalizada; el vino se congeló y con el paso del tiempo los hombres empezaron a morir de escorbuto y otras enfermedades. cuando se embarcaron para regresar a Europa en mayo de 1536 -después de secuestrar al cacique local para exhibirlo en Francia- ya tenían una visión menos rosa de las perspectivas que ofrecía la nueva tierra.
Fueron necesarios cinco años para que Cartier realizara lo que sería su tercer viaje. Mientras que los dos primeros habían constituido un éxito, éste, en general, fue un fracaso. No tenía el mando, ya que el favor real había sido concedido a un noble picardo llamado Sieur de Roberval. Esta vez su misión era establecer una colonia. El embajador español protestó ante Francia, afirmando que esto suponía violar varios tratados, entre otros el de Tordesillas. Francisco le replicó con la famosa observación de que quería ver el testamento de Adán donde se repartió el mundo entre España y Portugal. Cartier partió en 1541, pasó el invierno cerca de la ciudad de Quebec, y tras sufrir varios ataques de indios y numerosas enfermedades, abandonó y zarpó para Francia con los supervivientes. En el camino de vuelta se cruzó con Roberval, que había tardado todo el año en los preparativos, pero éste no tuvo mayor éxito. Pronto su colonia fracasó igualmente.
Esto fue prácticamente el fin de los esfuerzos franceses en Canadá durante el siguiente medio siglo. Las fases tardías de las guerras entre Habsburgos y Valois, y luego, aún más, las guerras de religión francesas absorbieron los intereses de Francia. Ocasionalmente, la lucha religiosa interna produjo algún esfuerzo colonizador, pero todos acabaron en fracasos. En el norte, la acción más notable fue el establecimiento de una colonia en la isla Sable, un yermo banco de arena a unas cien millas de la costa de Nueva Escocia y lugar de innumerables naufragios desde la época de la exploración hasta hoy. Sesenta y ocho colonos, todos presidiarios, partieron en 1598. Cinco años más tarde los once únicos supervivientes fueron devueltos a Francia.
Mientras tanto, el interés por el norte se había desplazado a Inglaterra. Durante los últimos años del siglo XVI, bajo el reinado de la reina Isabel I (1558-1603), los ingleses iniciaron una serie de intentos privados de exploración y expansión. Después de lograr por fin cierto grado de estabilidad interior, se sintieron motivados por diversos factores: el deseo de llegar al oriente, un violento anticatolicismo y una ambición igualmente intensa de enriquecerse. Demasiado débiles para desafiar el dominio hispano-portugués en los mares del sur, buscaban rutas alternativas a Asia. Intentaron hallar una hacia el este por el norte de Europa y fracasaron; trataron de ir por tierra a través de Europa oriental y Asia central y también fracasaron, aunque en un momento determinado Iván el Terrible ofreció casarse con alguna de las doncellas de Isabel con la finalidad de crear firmes relaciones diplomáticas. al fin, intentaron encontrar una ruta norte-oeste.
La búsqueda de ésta se convirtió en uno de los principales temas de descubrimiento y exploración a partir del siglo XVI hasta que, finalmente, ya en 1906 Roald Amundsen lo logró. Al principio de la búsqueda nadie sabía si tal ruta existía o no. A los europeos les pareció que debería haber un estrecho por la parte norte del nuevo mundo. Después de todo, la parte sur se estrechaba en una punta fina, así que la norte debería tener al misma forma. Puesto que deseaban que estuviera allí, dijeron que allí estaba y lo último que faltaba por hacer era encontrarlo. Así que año tras año durante la última parte del siglo XVI, caballeros intrépidos organizaron sus pequeñas expediciones y marcharon allá. Sus relatos son perturbadoramente repetitivos. Cada vez que llegaban un poco más al norte, o un poco más al oeste, se veían encerrados por el hielo o la tierra, o descubrían que, por algún motivo, la pista seguida era falsa. Pero siempre estaban seguros de que justo al otro lado del próximo promontorio, o a través del próximo canal estrangulado por el hielo, el estrecho mágico se abriría.
Así, partían, resistían y fracasaban, pero volvían a intentarlo una y otra vez. En 1576 Martin Frobisher llegó hasta una larga bahía en la parte sur de la isla de Baffin. Después de bautizarla con su propio nombre, regresó con el barco cargado con lo que esperaba fuera oro, pero resultó ser pirita de hierro. Varios años más tarde, John Davis exploró la costa occidental de Groenlandia. Durante la primera década del nuevo siglo Henry Hudson exploró el mar de Groenlandia y llegó a Spitzbergen. En 1610 encontró el estrecho de Hudson y luego la gran bahía que conducía al sur, posteriormente bautizada con su nombre. Su tripulación se amotinó y le abandonó a la deriva.
En 1613 los ingleses llegaron a la orilla occidental de la Bahía de Hudson y al río Nelson. No lo sabían, pero éste formaba parte de un sistema de que les habría llevado hasta las Rocosas. Estaban a medio camino en el cruce del continente, pero nunca encontraron el estrecho mágico, hasta pasado otro medio siglo no se aprovecharían sus derechos y descubrimientos para organizar la Compañía de la Bahía de Hudson.
Finalmente, por tanto, la colonización de Canadá les tocó en suerte a los franceses por falta de competencia. Varios esfuerzos para establecer colonias en áreas controladas por España o Portugal salieron mal debido a la vigorosa reacción de éstos o por la tendencia de los franceses católicos y los franceses hugonotes a matarse entre sí. A final, en 1603, una nueva figura de la talla de Cartier entra en el escenario: Samuel de Champlain. Nacido en Saintonge, en Brouage, era un soldado y caballero maduro de treinta y tres años cuando se intereso por la exploración y la colonización. Se unió a un grupo que había heredado el comercio de pieles y otros monopolios de los organizadores de la isla Sable.
En 1603 exploraron el San Lorenzo hasta los rápidos más arriba de Montreal, a los cuales llamaron sarcásticamente La Chine. Intentaron y fracasaron en fundar un pequeño asentamiento junto al río. Después se trasladaron a la costa atlántica, exploraron la bahía de Fundy e invernaron en una pequeña isla en el río Ste. Croix, la frontera actual entre Estados unidos y Canadá. En la primavera cruzaron la bahía hacia la actual Nueva Escocia, a la que llamaron Acadia (en francés, Acadie, que proviene de una palabra india que significa "rico", y establecieron un pequeños asentamiento en Port Royal, el primer poblado europeo al norte de la Florida española. En 1607 Champlain regreso a Francia.
En 1608, bajo patrocinio real, zarpó de Francia para efectuar su tercer viaje a Canadá. Nuevamente remontó el río San Lorenzo y el 3 de julio de 1608 fundó una colonia a 650 kilómetros aguas arriba, en un punto donde el río se estrecha y donde las empinadas márgenes facilitaban la defensa de la colonia. Fue la ciudad de Quebec, fundada un año después que Jamestown, donde Cartier había pasado su primer invierno en 1535-36. Quebec pasó tiempos difíciles al principio. El duro invierno septentrional cayó sobre la colonia y de los 28 colonos originales solo 8 seguían con vida cuando llegó la primavera. Sin embargo, Quebec se mantuvo en existencia y fue el núcleo de lo que se llamaría Nueva Francia.
Para su comercio de pieles los franceses dependían de los indios locales, que pertenecían a las tribus llamadas huronas y algonquinas. Estas se hallaban en guerra con los iroqueses, una confederación de tribus indias cuyas tierras estaban en lo que hoy es el estado de Nueva York y que habían conquistado a las tribus indias vecinas, dominando gran parte de los que actualmente es el noroeste de los Estados unidos.
Desplazándose hacia el sur, Champlain descubrió un extenso lago que hoy es llamado Lago Champlain en su honor. En el extremo meridional de este lago, el 30 de julio, los indios algonquinos a los que Champlain acompañaba se encontraron con un grupo de iroqueses. Inmediatamente se inició una lucha, en la que Champlain participó al lado de los algonquinos. Las armas de fuego decidieron la contienda a su favor y los iroqueses huyeron pero, desde ese momento, las tribus iroquesas fueron hostiles hacia los franceses, y se aliaron a los holandeses primero y luego a los ingleses. De los holandeses obtuvieron armas de fuego, y en 1640 fueron los primeros indios que utilizaban armas de fuego en sus guerras. Más de una vez, los vengativos iroqueses llevaron a la Nueva Francia al borde de la extinción. Sin la ayuda de los iroqueses, a la larga tal vez ni los holandeses ni los ingleses hubieran podido resistir contra los franceses en esa región decisiva.
Después de retornar a Francia en busca de más colonos, Champlain volvió a América por cuarta vez en 1610, y en 1611 fundó una colonia a 240 kilómetros aguas arriba de Quebec. La llamó Place Royale y fue el núcleo de la posterior Montreal. En 1613 hizo una expedición hacia el Oeste y en 1615 llegó a la Bahía Georgiana, la extensión septentrional del lago Hurón. Fue el primer europeo que llegó a los Grandes Lagos. Cuando volvió a Francia, Enrique IV había sido asesinado en 1610, y siguieron catorce años de relativa debilidad bajo su hijo menos de edad Luis XIII. Aunque Champlain fortificó Quebec en 1620, no era más que una pequeña colonia y no pudo resistir un ataque naval de los ingleses en 1629. Champlain, que era ahora gobernador de Nueva Francia, se vio obligado a rendirse y estuvo prisionero tres años. Los ingleses también tomaron las colonias francesas de Acadia, Pero tanto Quebec como Acadia fueron devueltos en 1632.
En el interín, en 1624, el capaz cardenal Richelieu había asumido el gobierno como primer ministro de Luis XIII. Bajo su mano firme Francia revivió rápidamente. En 1627 organizó una compañía destinada a estimular la colonización de Canadá. Obtuvo de Inglaterra la devolución de las posesiones francesas y, año tras año, Nueva Francia se hizo cada vez más fuerte. El río que lleva las aguas del lago Champlain al norte, al río San Lorenzo, es llamado hoy río Richelieu en su honor.
En el comercio de las pieles, especialmente en la piel del castor -idónea para la fabricación de sombreros de felpa-, los franceses encontraron una fuente de capital que haría que su colonia fuera económicamente viable. El apoyo de la metrópolí siguió siendo esporádico, pero había justo lo suficiente para autoabastecerse. Lo primeros misioneros, frailes de la orden de los recoletos, llegaron en 1615. Los jesuitas les siguieron 10 años más tarde. Lentamente se construyó una base de granjeros, artesanos y comerciantes. El bosque situado a las orillas del gran río fue talado y Quebec empezó a ramificarse. En Acadia, recios pioneros de Normandía y Bretaña construyeron diques junto a los prados, resistieron las fortísimas mareas -las más altas del mundo-, pescaron en las abundantes aguas y crearon sus propios y pequeños asentamientos. Sin embargo, Acadia se convertiría, más adelante, en el lugar de encuentro entre la rivalidad y antagonismo anglo-francés por el dominio de América del Norte.
A finales de la década de 1620 era claro que los franceses estaban allí para quedarse. Quebec adquiría un carácter específico reflejado en los granjeros habitants, intrépidos tramperos de pieles que viajaban incansablemente a través de los bosques, misioneros y oficiales del gobierno real, escribanos e intendentes cuya labor consistía en conseguir que la colonia creciera por el buen camino, de acuerdo con la visión de los hombres que dirigían los asuntos desde París y, más tarde desde Versalles.
El gran cardenal Richelieu se interesó personalmente por las cuestiones coloniales, como hizo en todo lo demás. Algo imperfectamente percibió lo que su sucesor Colbert, formularía claramente: Francia se había embarcado en una campaña de hegemonía en Europa. Los siglos de gloria de España estaban pasando, pero los de Francia acababan de empezar. Richelieu decía a menudo que su meta era hacer que la corona consiguiera la supremacía en Francia y que Francía consiguiera la supremacía en Europa. Para que así fuera, Francia necesitaba un imperio, porque ya en el siglo XVII el poderío europeo estaba convirtiéndose en poderío mundial.
Con esta finalidad, los franceses comenzaron a realizar un esfuerzo consciente para crear un Imperio racional, cartesiano, donde todas las piezas encajasen apropiadamente. Canadá iba a ser una parte íntegra, aunque subordinada, de este todo. Los años medios del siglo XVII vieron la batalla de Rocroi, la paz de Westfala, la guerra de la Fronda y el advenimiento de Luis XIV. La época de exploración tocaba a su fin y comenzaba la expansión y conflicto imperial, pero las intrigas de Richelieu y Colbert, como los sueños de Cartier y Champlain, iban a tener finales bien distintos de lo que sus autores hubieran podido imaginar.
2. Imperios en conflicto (1635-1783)
Cuando murió Champlain en Quebec, en 1635, muchas de las bases para el desarrollo de la mitad septentrional de América del Norte ya estaban configuradas. Francia, atraída por las perspectivas que ofrecían las pieles, el pescado y la emigración de conversos, había conseguido establecerse precariamente tanto en el río San Lorenzo como en Acadia. Inglaterra poseía colonias mejor situadas más al sur, una presencia real en los caladeros de la costa de Terranova y moderadas reclamaciones respecto de Acadia. Durante los próximos ciento cincuenta años, los intereses conflictivos y las rivalidades seculares entre los dos países contribuirían en gran medida a forjar y perfilar el futuro de lo que un día sería Canadá.
A mediados del siglo XVII, ni Francia ni Inglaterra habían prestado mucha atención a esta región de América del Norte. Ambos países habían sufrido una inestabilidad política interna que condujo a la guerra civil y, a diferencia de España y Portugal, no estaban en posición de realizar ningún movimiento importante en el nuevo Mundo. En todo el imperio francés en América del Norte había menos de mil habitantes europeos, y estos estaban en gran medida abandonados y olvidados por el gobierno de la metrópoli. Las ricas pieles del territorio atraían hacia el río San Lorenzo a comerciantes y tratantes franceses, y algunos europeos ya habían empezado a desbrozar y labrar la tierra.
Pero eran los misioneros de la Iglesia católica, especialmente los jesuitas, quienes dominaban esta época del desarrollo de Nueva Francia. Profundamente comprometidos con la conversión al cristianismo de los nativos norteamericanos, fundaban misiones entre los amistosos algonquinos y hurones e, incluso, entre las tribus hostiles de los iroqueses. Para fomentar esta gran labor, en 1639 se creó en París la Société de Notre-Dame de Montréal. Con el dinero recaudado en Francia y el enérgico liderazgo de Paul de Chomedey de Maisonnneuve, en 1642 se estableció una nueva colonia religiosa, Ville-Marie, en una isla del río San Lorenzo. La actual ciudad de Montreal -hoy la segunda población más grande de Europa- nació de esta manera.
La importancia del comercio de las pieles, sin embargo, pronto echaría a perder muchos de estos planes para la colonia. Las tribus iroquesas, con su centro justo al sur de los Grandes Lagos, querían controlar el flujo de las pieles hacia los enclaves europeos, y estaban empeñadas en evitar que se estableciesen estrechos contactos entre los hurones y los franceses. Con el tiempo, esto condujo a la destrucción total de las misiones francesas existentes y, de hecho, a la masacre de los mismos hurones. Además, dado que Montreal estaba tan bien situada en el río San Lorenzo, al vía principal hacia el interior, pronto se convirtió en el centro de comercio más importante en Nueva Francia, lo que provocó la destrucción de la misión religiosa creada por sus fundadores.
Hacia 1660, la negligencia del gobierno francés, la hostilidad de los iroqueses y el descenso de los beneficios del comercio de las pieles llevaron a la colonia al borde del desastre. Sin embargo, en 1661, el joven rey francés Luis XIV pasó a encargarse de los asuntos del gobierno y, al año siguiente, fijo su atención en el nuevo Mundo. A lo largo de la siguiente década, el monarca y su competente ministro Colbert intentarían rehacer y fortalecer el imperio de ultramar. Les ayudo en esta labor uno de los administradores más capaces con los que contó la colonia. Jean Talon fue nombrado intendente de Nueva Francia, responsable de la organización de la economía y encargado de favorecer al aumento de la población, Bajo su vigoroso liderazgo se logró mucho, pero las guerras expansionistas en Europa distrajeron la atención de Luis XIV de su Imperio de ultramar y el desarrollo de nueva Francia acabó languideciendo.
Aunque la población de la colonia creció muy despacio, durante el siglo XVII la extensión de la misma aumentó mucho. Exploradores, misioneros y tramperos penetraron muy al oeste, norte y sur -algunos llegaron hasta las Rocosas-, lo que permitió que Francia reclamara una parte cada vez mayor de América del Norte. Tal expansión, sin embargo, no tardó en llevar a Francia a un conflicto con el Imperio inglés, que se desarrollaba lentamente en la misma zona.
En 1670, el gobierno inglés dio una carta de explotación a una nueva empresa del comercio de las pieles, la Compañía de la Bahía de Hudson -hoy la más antigua de las empresas canadienses-, con el fin de dominar este lucrativo comercio en el área. Esto pronto se convirtió en la principal amenaza al control francés de esta actividad e hizo aumentar las tensiones entre los dos países. Otros conflictos surgían a medida que los franceses avanzaban por los valles de los ríos Ohio y Mississippi, amenazando la seguridad de las Trece colonias inglesas. La guerra intermitente, con incursiones fronterizas, masacres de civiles y alianzas con los indios, pronto llegó un asunto habitual en el panorama de América del Norte.
A pesar de la confrontación internacional y la incertidumbre de la vida cotidiana, las fuertemente arraigadas poblaciones francesas empezaron a evolucionar. Aunque el comercio de las pieles continuó siendo extremadamente importante, la agricultura adquirió cada vez más prominencia. Toda la tierra pertenecía al rey, puesto que los franceses, como la mayoría de los europeos de la época no reconocían los derechos a la tierra de los indios nativos. El rey solía hacer grandes concesiones de tierra a hombres con dinero y posición o, a veces, a la iglesia. Estos, a su vez, repartían las tierras entre los granjeros arrendatarios, o habitants, como más tarde fueron conocidos en Nueva Francia. Estos habitants cultivaban la tierra y construían sus casas y cada año debían pagar al terrateniente o seigneur una renta. El terrateniente, a su vez, debía pagar su cuota al rey. De esta forma, el seigneur se convirtió en la unidad básica de asentamiento en la colonia, creando gran parte de su estructura social. Las tierras pasaban de generación en generación entre los habitants, pero no sería hasta el siglo XIX cuando la mayoría de esta gente adquirieses de hecho la propiedad de la tierra que ellos y sus antepasados habían cultivado durante tanto tiempo.
Tras el inicial interés de Luis XIV, la emigración no recibió grandes estímulos por parte de la madre patria, así que la población se mantuvo escasa. Sin embargo, una tasa de natalidad muy alta, alentada por la Iglesia y el Estado, junto a un clima muy salubre y alimentos nutritivos, garantizaba su constante aumento. A pesar de las dificultades de su vida cotidiana y los peligros que las -a veces- hostiles tribus nativas creaban, está claro que los colonos de nueva Francia estaban mejor situados económicamente y llevaban una vida más sana y confortable que la de sus semejantes en Francia. Ya hacia 1650 estos colonos habían comenzado a considerarse diferentes. Ciertamente, aún eran franceses, pero de algún modo eran más que eso, era canadeans, como empezaban a llamarse.
Durante el resto del siglo XVII, la existencia de la colonia continuó siendo precaria. El comercio de las pieles, dependiente como estaba de las fluctuaciones de la moda en Europa, era una base insegura para su economía. Luis XIV no tenía interés ene estimular, y algunas veces ni autorizar, a un gran número de ciudadanos franceses que se trasladase al Nuevo Mundo. A la extensa población protestante -los hugonotes- no se les permitió salir del país, de manera que este gran grupo de potenciales colonos no estaba disponible. Mucho del éxito, o fracaso de la colonia dependía de la calidad de liderazgo que llegaba desde la metrópoli para gobernar en nombre del rey. Algunos de los gobernadores e intendentes eran hombres de excepcional capacidad, mientras que otros eran ineficaces y a veces deshonestos e incompetentes.
El más conocido de los gobernadores, anterior a 1700, fue sin duda el pintoresco Louis de Buade, conde de Frontenac, que sirvió en Nueva Francia desde 1672 a 1682 y de nuevo desde 1689 hasta su muerte en 1698. Sus ambiciones, su soberbia, y su genio le crearon bastantes problemas con los hombres con quienes compartía el poder, causando tensiones y a veces, incluso, choques abiertos. Estimuló una gran expansión del comercio de las pieles hacia el interior de América del Norte y se embarcó en una serie de mal aconsejadas incursiones contra las tribus nativas y los colonos ingleses al sur. Muchas de sus acciones políticas le llevaron a un conflicto directo con la cabeza de la Iglesia católica de Canadá, el obispo Laval. Este hizo mucho para asegurar que la colonia permaneciera sólidamente católica y que las ideas peligrosas de la metrópoli se mantuvieran alejadas de ella. No a todos les gustaban la política restrictiva y los métodos autocráticos utilizados por Buade.
Hacia 1700 la colonia, aunque poco poblada y muy extensa, se había establecido de manera firme en las orillas del río San Lorenzo. Se trataba, como se ha dicho, de una sociedad francesa, católica, que basaba su economía en la agricultura y el comercio de las pieles. Aún era muy dependiente de Francia, pero los sucesores de Luis XIV ni tenían gran interés en Nueva Francia, ni estaban convencidos de que mereciera la pena tener un imperio en ultramar. Salvo excepcionales momentos de interés y actividad, la colonia a permaneció olvidada durante el siguiente medio siglo. El desarrollo de la otra colonia francesa en lo que un día sería Canadá era algo diferente del de Nueva Francia. Acadia, en la costa atlántica -aproximadamente las actuales provincias canadienses en Nueva Escocia, la isla del Príncipe Eduardo, Nueva Brunswick y el Estado norteamericano de Maine-, habían sido colonizadas inicialmente por Champlain y otros comerciantes de pieles en 1604 y era conocida por los pescadores al menos un siglo antes de esa fecha. Aunque los escoceses habían intentado establecer un asentamiento allí en 1629 -de ahí el nombre de Nova Scotia o Nueva Escocia que se aplicaba a toda el área y todavía hoy es utilizado como uno de los nombres provinciales-, los franceses normalmente habían logrado el reconocimiento a sus reclamaciones sobre esta zona.
Sin embargo, el comercio peletero pronto entró en declive debido a la masiva caza de los animales, y los escasos comerciantes de pieles se vieron obligados o a volver a Francia o a buscar otro medio de supervivencia. La mayoría se dedicaba a la tierra, construyendo diques para proteger de la acción del mar las bajas marismas saladas que se encuentran en algunas zonas de la bahía de Fundy. Con esta rica tierra, un mercado muy bueno -aunque ilegal- en la cercana ciudad de Boston y mucho y duro trabajo, los acadienses -como llegaron a llamarse- se hallaron pronto prósperos y satisfechos. Eran tan pocos numéricamente -menos de 2.000 en 1700- y la colonia de Acadia tan poco importante a los ojos del gobierno francés que se les permitió desarrollarse a su antojo, en general libres de las injerencias -y de la ayuda- de la madre patria.
Otra parte de lo que en su día sería Canadá ya había merecido considerable atención europea y era el foco de crecientes disputas, especialmente entre Francia e Inglaterra. Los increíblemente ricos caladeros existentes cerca de las costas de Terranova habían atraído a los pescadores de Europa ya antes del célebre viaje de descubrimiento de Colón en 1492. El control sobre este enorme recurso era uno de los premios más ricos que América del Norte ofreció durante el periodo colonial. Cada año centenares de barcos europeos cruzaban el atlántico para pescar en los bancos próximos a la isla, iban a tierra para secar la pesca, recoger la leña y conseguir agua dulce. Paulatinamente, algunos de estos pescadores se establecieron allí y, lentamente, la población europea de Terranova se vio incrementada. Pero dado que ni Francia ni Inglaterra deseaban establecer una colonia civil permanente en la isla, su desarrollo iba a ser discontinuo e inseguro y Terranova no adquiriría el status oficial de colonia hasta bien entrado el siglo XIX.
Las dos primeras décadas del siglo XVIII vieron el comienzo de cambios decisivos en estas colonias. Inglaterra, instada por sus otras colonias en América del Norte, decidió hacer todo lo posible para expulsar a los franceses de la zona. De hecho, está claro que ambas partes sentían que América del Norte era demasiado pequeña para dos potencias imperiales; una u otra tendría que salir triunfante. Durante la guerra de Sucesión Española (1702-1713), Inglaterra organizó varias campañas para extender su imperio, mientras que Luis XIV tenía más interés en reforzar su poder en la misma Europa. Una fuerza combinada de Inglaterra y algunas de sus colonias conquistó Acadia en 1710 y continuó la campaña con un ataque fracasado contra Nueva Francia al año siguiente. El tratado de Utrech, firmado en 1713, redujo seriamente el Imperio francés en América del Norte, puesto que reconoció la posesión inglesa de Acadia -que ahora se llamaría Nueva Escocia.
El tratado dio control a Inglaterra no solo sobre Acadia, sino también sobre los colonos que residían allí. A los Acadienses se les ofreció la opción de marchar a otro dominio francés o de permanecer en la colonia convirtiéndose en súbditos británicos. El territorio ya había cambiado de manos anteriormente y los colonos siempre habían sido ignorados y abandonados, pero rara vez maltratados. En consecuencia, decidieron quedarse en sus buenas tierras con la esperanza de que les volvieran a dejar en paz. Y así fue durante muchos años. El gobierno inglés abandonó Nueva Escocia exactamente como los franceses habían hecho antes. Pocos colonos ingleses llegaron para perturbar la vida tranquila y próspera de los acadienses y las cosas continuaron igual que antes. A mediados del siglo, sin embargo, la situación cambiaría trágicamente.
Enfrentada a la pérdida de parte de su Imperio norteameriacano, Francia llevó a cabo acciones espectaculares durante los años inmediatamente posteriores a la guerra. Se planeó la fortificación nueva y completa de la Isla Royale -la isla de Cabo Bretón-, tanto para proteger San Lorenzo y los intereses franceses en los caladeros como para usarla como base para una nueva ofensiva francesa. Louisbourg era la ciudad amurallada más grande jamas construida en Norteamérica y pronto adquirió la fama por ser invulnerable-. Provocó el orgullo y confianza entre los franceses y terror entre sus enemigos. En 1745, durante la guerra de Sucesión austriaca, tropas de nueva Inglaterra, ayudadas por la Marina británica, asediaron Louisbourg y la tomaron, solamente para ser devuelta a Francia por los términos de la paz firmada tres años más tarde. Ocupada de nuevo por los ingleses en 1758, la fortaleza fue destruida en 1760. Actualmente, la fortaleza de Louisbourg es un parque nacional histórico y constituye la reconstrucción más grande jamás emprendida en Canadá.
En 1755, tras varios años de intentar persuadir a los canadienses para que prestaran juramento de lealtad a Gran Bretaña, el gobernador de Nueva Escocia decidió que su pequeña colonia se hallaba en grave peligro. En su preocupación por la colonia, Charles Lawrence calculó mal la amenaza representada por los neutrales acadienses, pero, no obstante, estos fueron enviados al exilio. Aproximadamente, 8.000 de los 10.000 colonos francoparlantes de nueva Escocia fueron expulsados, obligados a buscar nuevos hogares y formas de vida en otros lugares de América del Norte y en Europa. Con el tiempo, algunos buscaron refugio en la colonia española de Luisiana, donde aún residen sus descendientes, llamados cajuns. Algunos volvieron a la región marítima de Canadá, donde aportaron una dimensión francesa importante dentro de una población mayoritariamente anglófona. La expulsión de los acadienses se convirtió en un episodio muy popular en el siglo XIX, principalmente debido a la publicación de la poesía Evangeline, de Henry Wadsworth Longfellow.
Cuando estalló la Guerra de los Siete Años, en 1756, Inglaterra decidió dedicar buena parte de su atención a América del Norte, mientras que Francia, bajo Luis XV, había desarrollado una política que virtualmente implicó el abandono de su imperio.
Por tanto, el desenlace final de la lucha era previsible. En 1759 una gran fuerza inglesa bajo el mando del general James Wolfe se enfrentó con los franceses mandados por el general Louis-Joseph Montcalm junto a las murallas de Quebec. La batalla de los Campos de Abraham, en la cual ambos comandantes murieron se considera el punto decisivo en la historia canadiense. Con la rendición de Quebec en el otoño de 1759, solo la llegada de una gran fuerza francesa, tanto militar como naval, en la primavera siguiente hubiera podido evitar el colapso total del Imperio francés, pero jamás fue enviada fuerza semejante. El tratado que puso fin a la guerra en 1763 reconoció la transferencia de casi todo el Imperio francés en América del Norte y señaló una nueva fase en el desarrollo de Canadá.
De acuerdo con las condiciones del Tratado, a los canadienses se les debía permitir permanecer pacíficamente en la nueva colonia británica. Y la mayoría decidió hacer precisamente eso. Rápidamente descubrieron que los ingleses no eran tan malos como temían y que la vida podría proseguir casi como antes. Su religión seguía siendo respetada, así como la posesión de la tierra. Seguramente, éstas eran las cosas más importantes y no la lealtad a un rey lejano que los había abandonado. La transición del Imperio francés al ingles, aunque no sin dolor, fue, no obstante, bastante fácil. El dualismo esencial -franceses e ingleses- de los que sería el país de Canadá se había iniciado.
Años antes, en 1740, el gobierno inglés había comenzado a actuar en nueva Escocia al fundar Halifax, nuevo centro militar y político para la colonia. También fue el principio de los esfuerzos serios de colonización inglesas de lo que hoy es Canadá. La toma de Nueva Francia promocionó la inmigración de más colonos anglófonos, tanto a Montreal como a Nueva Escocia. Otros grupos étnicos y nacionales empezaron a llegar también. Escoceses, irlandeses, alemanes, estadounidenses y otros muchos terminarían enriqueciendo grandemente la cultura de Canadá, para ser seguidos por muchos más durante los siglos XIX y XX.
Con la llegada de los colonos ingleses, muchas cosas empezaron a cambiar. Trajeron con ellos elementos como la imprenta, y los colonos de Nueva Escocia y Canadá -como ya se llamaba la antigua colonia de Nueva Francia- de pronto contaron con órganos de representación propios. Otro paso importante se dio en 1758 en Nueva Escocia con la introducción de la primera forma de gobierno representativo en lo que hoy es Canadá. Por primera vez los colonos podían elegir a quienes debían aprobar las leyes y perfilar la política del gobierno. Los ciudadanos aún no tenían pleno control sobre su gobierno, pero fue un comienzo importante.
Cuando la lucha de ciento cincuenta años con Francia se acabó por fin en América del Norte, Inglaterra creía que sus problemas en buena medida habían terminado. Sin embargo, a principios de los años de 1760 se manifestaron nuevas dificultades con algunas de sus colonias del Nuevo Mundo. La insatisfacción y el disgusto ante la política británica empujaron a las Trece Colonias del litoral atlántico a la rebelión abierta. Cuando los combates de verdad empezaron en 1775, las colonias de Nueva Escocia y Canadá eran perfectamente conscientes de la situación y hubo un considerable grado de comprensión hacia la causa de los rebeldes.
Sin embargo, los intereses de estas dos colonias más recientes no estaban demasiado afectados por las nuevas leyes que tanto encolerizaban a los colonos más antiguos. Además, ambas eran bastante pequeñas y tenían fuerzas militares o navales británicas estacionadas en su territorio. Una contraproducente invasión de Canadá por las fuerzas rebeldes en el otoño de 1775 apagó bastante la anterior simpatía para su causa. En ninguna colonia hubo un levantamiento serio en apoyo de la revolución norteamericana y cuando los combates se acabaron al fin, en 1783, los neoescoceses y los canadienses se encontraban de nuevo al otro lado de una frontera que les separaba de las colonias más grandes del sur. Quedaban establecidas las bases para un nuevo y diferente desarrollo.
3. Diversidad regional (1784-1867)
La revolución americana de 1775-1783, tal vez fuera el acontecimiento más importante de la historia de Canadá. Dividió las posesiones británicas en América del norte en dos entes distintos: los Estados Unidos de América al sur y la América del Norte británica en la parte septentrional. Y mientras que las colonias separadas del norte antes habían sido de poca importancia para Gran Bretaña, comparadas con las más rentables Trece Colonias, ahora adquirieron mayor importancia.
No todos en las Trece Colonias estaban de acuerdo con los objetivos o los métodos de los revolucionarios, pero una vez comenzadas las hostilidades resultó casi imposible permanecer neutral. Más de 100.000 personas huyeron de los Estados Unidos durante esta lucha. Muchos emigrantes regresaron a Gran Bretaña o huyeron a las Indias Occidentales, y aproximadamente 40.000 se dirigieron hacia el norte, a Quebec, y a las colonias marítimas. Aunque los americanos consideraban a estas personas como traidores, los canadienses les llamaban leales, y los historiadores posteriormente han alabado sus heroicas hazañas.
Había leales de toda condición: granjeros, comerciantes, médicos y abogados. La mayoría eran granjeros que llegaban allí atraídos por las donaciones de tierra que por consideraciones ideológicas. Muchos eran inmigrantes británicos recientes que todavía permanecían leales a la madre patria. Otros aborrecían la violencia o habían perdido sus trabajos. Grupos de etnias minoritarias, cuáqueros y menonitas, temían por su cultura y tradiciones y emigraron al norte. Más de tres mil norteamericanos negros se convirtieron en leales a cambio de tierras y de la liberación de la esclavitud.
Estas personas, sin embargo, recibieron tierras infértiles y sufrieron persecución por su color. Con el tiempo, algunos negros se trasladaron a otras zonas de la América del Norte británica o se embarcaron para Sierra Leona, en la costa africana. Una suerte parecida les tocó a los pueblos nativos que lucharon por la causa británica. Las grandes extensiones de tierra prometidas pronto acabaron en manos de los colonos blancos. La llegada de unos 7.000 leales a la parte occidental de Quebec alteró drásticamente la situación en esta colonia. Por primera vez había aquí un número sustancioso de colonos británicos, aproximadamente un 15% del total. Los leales habían arriesgado sus vidas y perdido sus posesiones en apoyo de gran Bretaña. Ahora exigían sus derechos como ciudadanos británicos: un gobierno elegido, el derecho civil británico y la Iglesia protestante. Estos cambios, sin embargo, les enfrentaron a los francocanadienses, que aún componían la gran mayoría de la población. Para resolver este problema el gobierno británico se dirigió a Guy Carleton, nombrado lord Dorchester. Carleton había resuelto la situación en 1774, pero esta vez solo pudo aplazar la solución. Aun siendo amigo de los francocanadienses, había luchado con los leales y simpatizaba con su causa. Al fin, en 1791, Quebec fue dividido en dos colonias diferentes, Alto Canadá y Bajo Canadá -las actuales provincias de Ontario y Quebec
En el Bajo Canadá los franco-canadienses recibieron las garantías del derecho civil francés y los métodos de propiedad de la tierra, el derecho al voto, a ocupar cargos políticos y a practicar su religión. en el alto Canadá, que abarcaba la mayor parte de los asentamientos leales, se aplicaban las leyes británicas. Como en el caso de las colonias marítimas, ambos sistemas de gobierno consistían en una asamblea elegida por sufragio popular, dos consejos nombrados por el gobernador -a menudo de carácter vitalicio- y un gobernador nombrado que tenía que dar la aprobación final a todas las leyes. Durante un tiempo este compromiso satisfizo a la mayoría. Sin embargo, en 1837 rebeldes de ambas colonias marcharon contra las autoridades británicas.
Mientras, los habitantes de las colonias marítimas también vieron su existencia gravemente afectada por la revolución americana. Aunque muchos tenían parientes cercanos en las Trece Colonias, prefirieron permanecer neutrales durante el conflicto. La oleada inmigratoria de 30.000 leales cambio la distribución de la población en Nueva Escocia, ya que 14.000 de ellos se establecieron en los valles de los ríos St. John y Ste. Croix, no poblados hasta entonces. En 1784 la colonia de Nueva Brunswick, dominada por los leales, fue separada de Nueva Escocia. Gradualmente, ambas colonias crecieron tanto en población como en prosperidad. Los acadienses deportados regresaron, pero tuvieron que establecerse forzosamente en nuevos lugares, principalmente en Nueva Brunswick. Más tarde, colonos irlandeses, ingleses, galeses y escoceses llegaron para aumentar la población, que creció desde solo 25.000 habitantes en Nueva Brunswick, hasta más de 200.000 en 1851, y hasta 275.000 en Nueva Escocia.
Las guerras napoleónicas estimularon el comercio en Nueva Escocia, especialmente en su capital, Halifax, que albergaba a la Marina británica. El control de Napoleón sobre los bosques bálticos obligó al gobierno de Londres a recurrir a sus colonias norteamericanas para fabricar mástiles de pino y otros productos madereros esenciales. Nueva Brunswick y el valle del río Ottawa, en particular, estaban dotados de bosques accesibles de abeto y pino. Pronto, el interior resonó con el ruido de las hachas, mientras los leñadores talaban, arrastraban y embarcaban en balsas la madera aserrada hasta las poblaciones costeras para su transporte transatlántico. La entrada de Estados Unidos en las guerras napoleónicas, en 1812, estimuló todavía más el comercio en las colonias marítimas.
Aunque oficialmente Estados Unidos estaba en guerra contra Gran Bretaña, los Estados americanos colindantes con las colonias marítimas se opusieron a la decisión del presidente Madison y el conflicto con el Alto y el Bajo Canadá rara vez desbordó los límites de las provincias costeras.
La demanda de madera, pescado y productos agrícolas provenientes de las colonias marítimas recibió un estímulo con la Guerra de Crimea, el Tratado de Reciprocidad de 1854 con Estados Unidos sobre recursos naturales y la guerra civil norteamericana. Nueva Escocia desarrolló una economía diversificada basada en la pesca, el comercio y la agricultura, mientras que la de Nueva Brunswick estaba dominada por los altibajos de su producción maderera. El creciente comercio dio lugar a la aparición de una industria de construcción naval vigorosa y para los años cincuenta las colonias marítimas contaban con la cuarta marina mercante en volumen del mundo.
Las dos provincias también alcanzaron la madurez política en este periodo. Aunque la población estaba desperdigada en comunidades aisladas a lo largo de la costa, y dividida además por diferencias de religión entre baptistas, anglicanos, presbiterianos, luteranos, metodistas y católicos, todos lo varones obtuvieron el derecho al voto si poseían un mínimo de propiedad. Y para 1848, ambas colonias habían conseguido la autodeterminación local.
Las dos colonias isleñas la isla del Príncipe Eduardo y Terranova- tardaron más en desarrollarse, pero para mediados de siglo también eran relativamente prósperas. Terranova, la mayor colonia atlántica, con un territorio ligeramente superior al de Japón, estaba aislada del resto del país. Desarrolló así su propia cultura particular expresada en todo, desde los dialectos y la música hasta la gastronomía y el folclore. Puesto que las flotas de pesca inglesas deseaban evitar la competencia local, la población de la isla creció tan despacio que para 1800 solo tenía 20.000 habitantes, y el gobierno estaba en manos de un gobernador con poderes casi dictatoriales que solo pasaba allí los meses de verano. La justicia era administrada por los capitanes de los primeros barcos de pesca que llegaban a puerto cada primavera.
Estas duras condiciones fueron exacerbadas por intensas rivalidades étnicas, religiosas y de clase. Los colonos ingleses vivían sobre todo en la capital, St. John. Desde allí dominaban la economía de toda la isla, principalmente controlando el suministro de sal importada, imprescindible para conservar el producto de exportación más importante de Terranova: el bacalao. Esto dividió a los comerciantes y a los pescadores de los pequeños puertos. los primeros eran normalmente ingleses y anglicanos, mientras que los últimos eran católicos irlandeses.
En parte como resultado de estas divisiones, la isla no contó con un gobierno representativo hasta 1832, pero desafortunadamente, las elecciones y la votación abierta solo sirvieron para enardecer las tensiones étnicas y religiosas. Así que, después de una campaña electoral especialmente violenta -durante la cual varias personas fueron muertas y bastantes propiedades privadas destruidas-, Gran Bretaña suspendió la constitución en 1842.
La economía de la isla respondió mejor que el sistema político. Aunque la pobre naturaleza de la tierra limitaba las tareas agrícolas, las enormes cantidades de bacalao eran más que suficientes. El bacalao era secado en tierra, se le salaba ligeramente y se le embarcaba hacia los países del Caribe y el Mediterráneo, Italia y España inclusive. Durante la década de 1830 la caza de la foca también se hizo rentable y representó aproximadamente el 35% de las exportaciones. Gracias a esta prosperidad, a la disminución de las tensiones religiosas y a la reforma política implantada en otras partes de la América del Norte británica, el derecho a la autodeterminación local fue concedido en 1855.
La isla de Príncipe Eduardo también tenía sus propios problemas. En 1767, Gran Bretaña había dividido la colonia en sesenta y siete parcelas de tierra, y las había entregado a los ciudadanos más destacados, que prometían colonizar la isla. Mientras que algunos de estos terratenientes sí colonizaron sus propiedades, normalmente con colonos indigentes de origen escocés, inglés e irlandés, la mayoría de los propietarios ignoraban esta pequeña mota en el golfo de San Lorenzo. Y ya que la mayoría de los terratenientes prefería alquilar en vez de vender, los siguientes colonos preferían establecerse en otras zonas del territorio, donde la tierra era gratuita. La población aumentó lentamente desde 1.200 personas en 1783 hasta 81.000 en 1861. Cuando Walter Patterson, el primer gobernador, pisó tierra en la capital, Charlottetown, en 1770 no había allí un lugar de oración, y únicamente dos edificios eran dignos de este nombre.
El problema más importante, sin embargo, era la imposibilidad de los arrendatarios de comprar su tierra. Se habían hecho varios esfuerzos para rectificar esta situación, pero, una y otra vez, los terratenientes o sus agentes en la isla ejercían su poder de control sobre el gobierno para frustrar estas tentativas. Los reformistas, por tanto, buscaban una transformación política que haría al ejecutivo responsable ante los representares elegidos. Gracias al éxito de los reformadores en Nueva Escocia y en Nueva Brunswick, la isla consiguió la autodeterminación local en 1851. Sin embargo, el gobernador retuvo el poder de proteger los derechos de los terratenientes.
El nuevo gobierno logró gradualmente obtener concesiones de los terratenientes, pero para muchos de los arrendatarios no eran lo suficiente amplias y en 1864 decidieron no pagar el alquiler. Finalmente, se trajeron tropas desde Halifax para sofocar los disturbios. Las cosas quedaron así hasta que la isla de Príncipe Eduardo se unió a la confederación en 1873.
La frustración producida se vería atenuada gracias a una próspera economía. Denominada la granja de un millón de acres, la isla exportaba pescado y productos agrarios, especialmente patatas y ganado, a las otras colonias atlánticas, y, después del Tratado de Reciprocidad en 1854, a Estados Unidos. Esta edad de oro también fue alimentada por el crecimiento de la construcción naval. Dotados de un buen suministro de madera y puertos profundos y protegidos, los astilleros brotaron en más de cien lugares diferentes. Estos barcos se cargaban de madera o productos agrícolas y navegaban hasta Gran Bretaña, donde tanto la carga como los mismos buques eran puestos a la venta.
Mientras las colonias marítimas pudieron solucionar sus problemas políticos -como un político exageró, sin dar un solo golpe ni romper un cristal-, el camino hacia el gobierno representativo en los dos Canadás estuvo pavimentado por la violencia y los derramamientos de sangre. Los problemas más serios se desarrollaban en el Bajo Canadá. Aquí, el conflicto normal entre los elementos democráticos de la colonia y sus dirigentes oligárquicos fue exacerbada por antipatías étnicas y religiosas. Los francocanadienses, que aún componían la mayoría de la población, se habían aprovechado del gobierno representativo adoptado en 1791 para fortalecer su conciencia de ser un pueblo distinto en América del Norte.
La guerra de 1812, en la que los franco-canadienses lucharon en defensa de su patria contra los agresores de los Estados unidos, contribuyó además a reforzar sus sentimientos. Sus dirigentes glorificaban la vida agrícola y deseaban conservar la lengua franco-canadiense, el sistema señorial, las leyes civiles y el catolicismo. La oposición vino de los ricos comerciantes británicos, que residían principalmente en Montreal y controlaban el comercio al por mayor de la colonia, las industrias de la madera y la construcción naval, y las exportaciones de trigo. Para fomentar el crecimiento del transporte y el comercio, los comerciantes británicos querían canales, barcos y puertos más profundos. Para mejorar los productos agrícolas esperaban alentar a los inmigrantes británicos para que se establecieran en la colonia. Dos formas de vida diferentes se enfrentaban ahora.
Ambas partes intentaron alcanzar sus objetivos consiguiendo el control del gobierno. Los franco-canadienses pronto lograron dominar la asamblea elegida democráticamente, mientras que los comerciantes trataban de que los sucesivos gobernadores británicos les nombraran para los consejos. El resultado fue un empate político. Louis-Joseph Papineau dirigió el movimiento de reforma en el Bajo Canadá, apoyado por sus colegas de la clase profesional -médicos, abogados y periodistas- frustrados en su búsqueda de prestigio y empleo. comprobaban que los puestos de la administración civil estaban en manos de los británicos.
La depresión económica de los años 1830 agravó estas tensiones. Una serie de malas cosechas radicalizó a los habitants, especialmente cuando el gobierno por los inmigrantes británicos al Bajo Canadá en 1834, causó la muerte de 7.000 personas, la paranoia y la suspicacia llegaron a tal extremo que muchos franco-canadienses acusaron a los británicos de genocidio. Llevados hasta la desesperación por la situación económica, frustrados en la arena política y dominados económicamente por los británicos, los franco-canadienses comenzaron a encaminarse por la senda de la rebelión armada.
Un problema parecido, menos en su aspecto de conflicto étnico, existió en Alto Canadá. aquí, un pequeño grupo de parientes interrelacionados y sus allegados controlaban el gobierno para sus propios intereses económicos y sociales. El favoritismo existía por doquier. Los funcionarios, incluyendo a jueces y maestros, podían ser cesados por votar a los candidatos equivocados, o por hacer declaraciones pronorteamericanas. Aunque la Iglesia anglicana estaba en minoría, recibía la séptima parte de todas las tierras públicas y controlaba el sistema educativo. Los reformistas, por tanto, exigieron una forma más democrática de gobierno, similar a las de Gran Bretaña o los Estados unidos, aunque este último punto incitó los gritos de traición y deslealtad de los elementos leales de la élite dominante. Como en el Bajo Canadá, la depresión económica de los años treinta polarizó las opiniones y permitió el predominio de los reformadores más exaltados, como William Lyon Mackenzie.
La chispa que inició las rebeliones se encendió el 6 de noviembre de 1837 con una reyerta callejera en Montreal, entre dos pandillas de jóvenes, franceses y británicos respectivamente. El gobernador ordenó la salida de las tropas y la detención de Papineau y sus seguidores. Cuando Papineau huyó al campo, y más tarde a los Estados Unidos, la rebelión comenzó. Después de una inesperada victoria inicial, los patriotes fueron aplastados rápidamente por las tropas regulares británicas, mejor armadas y entrenadas. La causa rebelde no fue apoyada cuando el clero católico prohibió a sus fieles portar armas bajo pena de excomunión. Al año siguiente otra insurrección fue sofocada con facilidad. A fines de año más de ciento cincuenta personas habían muerto y las cárceles estaban abarrotadas.
El levantamiento del Bajo Canadá sirvió de detonante para el conflicto del Alto Canadá. Cuando el gobernador envió tropas regulares a luchar contra los patriotes, Mackenzie decidió actuar. El 5 de diciembre, 800 granjeros conjurados y decididos, armados con porras, horcas, piedras y algunos mosquetes, marcharon a la capital, Toronto. El resultado fue una escena de ópera bufa. En los arrabales de la población un puñado de defensores bien escondidos dispararon una descarga contra los agresores y, acto seguido, ante la superioridad de fuerzas atacantes abandonó sus armas y huyó. La primera línea de Mackenzie devolvió el fuego y se echó al suelo para volver a cargar. Entre el ruido y la creciente oscuridad, los que estaban detrás, convencidos de que los fusileros habían sido abatidos, retrocedieron y huyeron. Aunque Mackenzie escapó por la frontera y hubo varios brotes de insurrección en otras parte, de hecho la rebelión se había terminado.
El conflicto, sin embargo, hizo recordar a Gran Bretaña los problemas de sus colonias en América del Norte, y Lord Durham fue enviado para investigar la situación y proponer soluciones. Durham estaba de acuerdo con las quejas de los reformadores en el Alto Canadá, pero tenía poca simpatía por los franco-canadienses, a quienes describió erróneamente como un pueblo sin historia ni literatura. Puesto que eran un pueblo atrasado, Durham tomó la decisión de que deberían ser asimilados, y recomendó la unión de las dos colonias y que les fuera concedida la autodeterminación. Esto permitiría que los colonos ingleses tuvieran una superioridad numérica sobre los francocanadienses y pudieran imponer una política integracionista. Aunque el gobierno británico creó la Provincia Unida de Canadá en 1841, no aprobó la reforma política hasta siete años más tarde. En la pugna que siguió para la creación de un gobierno representativo, los franco-canadienses lograron asegurar su supervivencia como comunidad autónoma.
La década de 1840 conoció años de turbulencia económica y social. Miles de irlandeses enfermos y hambrientos entraron en Canadá a raudales después de la carestía provocada por el fracaso de la cosecha de patatas. Aunque estos inmigrantes ofrecían la mano de obra necesaria para las fábricas y para la construcción, suponían un oneroso lastre para el rudimentario sistema de vida en la colonia y contribuían a las divisiones raciales en ambos Canadás. La economía cayó en picado a finales de los años cuarenta, cuando Gran Bretaña optó por el libre comercio. La pérdida del hasta entonces protegido mercado de grano y madera condenó a la economía a un descenso radical y, en parte, fue responsable del incendio de los edificios del Parlamento en Montreal en 1849 y del nacimiento de un movimiento de corta vida a favor de la anexión al año siguiente. El Tratado de Reciprocidad de 1854 con los Estados unidos, sin embargo, coincidió con un relanzamiento de la economía basada en la madera y los productos agrarios. El crecimiento mercantil e industrial también se vio beneficiado desde el comienzo del boom de la construcción ferroviaria, que pronto cruzó la provincia con raíles de hierro.
Al oeste de los Canadás había millones de acres de tierra de pradera. Durante casi dos siglos este territorio de la Compañía de la Bahía del Hudson había sido contemplado únicamente como zona para el comercio de las pieles y, a excepción de unos mil colonos y traficantes de pieles blancos, estaba poblado exclusivamente por los nativos y los metis. Los metis, originariamente, eran los hijos de padres europeos y madres indias, pero ahora formaban una sociedad distinta y particular. Hablaban varios idiomas, cazaban el bisonte y trabajaban la tierra. Para finales de la década de 1850, sin embargo, los agrimensores habían informado de las buenas perspectivas agrarias en las praderas, y colonos de Ontario empezaron a emigrar hacia el oeste, a la colonia metis de Red River, actualmente Winnipeg.
Más al oeste, al otro lado de las Rocosas, estaban las colonias británicas de Columbia y la isla de Vancouver. La costa del noroeste de Norteamérica había quedado sin explorar hasta los años de 1770. Aunque España había llegado al Pacífico primero, fue necesario conocer los rumores sobre actividades rusas en la zona para obligarla a avanzar hacia el norte desde México. En 1774 Juan Pérez navegó hasta Alaska, y quince años más tarde, los españoles establecieron una colonia en la Sonda de Nootka. A mediados de los años 1790, son embargo, la potencia ibérica se retiró de la costa noroeste en favor de Gran Bretaña, Rusia y los Estados Unidos. Hoy en día, unos cien topónimos sirven para recordar a los canadienses estas tempranas expediciones hispanas.
Antes de 1850 menos de mil blancos poblaban el noroeste canadiense. Las pieles de nutrias de mar, en particular, y las pieles, en general, codiciadas por los traficantes de Canadá, eran sus únicos incentivos económicos. En 1858, sin embargo, el descubrimiento de oro en el río Fraser produjo una avalancha de buscadores que venían incluso desde Australia. La mayoría de ellos llegaba desde los Estados Unidos y cuando el oro escaseó y llegó la depresión económica, muchos de los habitantes sugirieron la anexión con el país vecino. Los colonos más viejos, sobre todo los de la isla de Vancouver, preferían mantener la conexión británica; algunos miraban hacia Canadá, pero éste se encontraba a más de 2.000 millas al este, a través de tierra desconocida.
En los Canadás, la unión de las dos colonias había reducido temporalmente la hostilidad anglo-francesa, pero las tensiones étnicas volvieron a surgir a finales de los años cincuenta y a principios de los sesenta. Muchos habitantes del Alto Canadá se quejaban de que los franco-canadienses dominaban el gobierno y por tanto controlaban la política educativa y la económica, y obstaculizaban la expansión hacia el fértil noroeste, mientras que los del Bajo Canadá estaban constantemente en guardia contra la política integracionista. El resultado fue el empate.
Entre 1849 y 1864 hubo doce gobiernos diferentes. Al fin, los dirigentes de los tres partidos políticos mayores, George Brown, George Cartier y John A. MacDonald, se pusieron de acuerdo para crear una unión general de todas las colonias de la América del norte británica. El problema era como convencer a las prósperas colonias atlánticas de las ventajas de la fusión. En 1864, en varias reuniones celebradas en Charlottetown y en la ciudad de Quebec, los dirigentes de cada colonia se reunieron para considerar la propuesta de los canadienses. Éste puso énfasis en las ventajas económicas de un inmenso país libre de tarifas, la construcción de un ferrocarril transcontinental para unificar la nación, y la oferta de crear un puerto de invierno en la costa atlántica, y los requerimientos de defensa de cada colonia, ya que la guerra civil americana estaba llegando a su fin y los vencedores amenazaban a marchar hacia el norte.
A pesar del apoyo entusiasta de Gran Bretaña para este arreglo, la Confederación no se consiguió hasta el 1 de julio de 1867, debido a los temores de muchos de los habitantes de las colonias marítimas a ser engullidos por los más numerosos canadienses del centro. Excepto en campos como el comercio exterior, las relaciones con otras naciones y los cambios constitucionales, Canadá era ya un país independiente. A lo largo de los seis años siguientes, el primer ministro, John A. MacDonald, convenció a la indecisa Isla de Príncipe Eduardo para unirse a Canadá, compró los territorios del noroeste a la Compañía de la Bahía de Hudson y atrajo la colonia de la costa noroeste, la Columbia británica, hacia una nueva unión. Terranova, por su orientación hacia Europa, permaneció separada hasta 1949. Una nueva nación acababa de nacer.
No obstante su nombre, Canadá era una unión federal. Las provincias tenían el control sobre los asuntos locales, y el gobierno central y bicameral, en Ottawa, decidía sobre las cuestiones nacionales. Los derechos minoritarios garantizaban el idioma y los derechos de educación para los francocanadienses donde estos existían antes de 1867. La Cámara de los Comunes era elegida por sufragio popular y un Senado nombrado debía proteger los derechos provinciales, aunque el Senado no tenía poderes sobre asuntos económicos. Con pocos cambios, el sistema que se estableció en 1867 permanece vigente hasta hoy.
BIBLIOGRAFÍA.
J. STOKESBURY, B B. MOODY y D. BALWIN: Así nació Canadá. Cuadernos de Historia 16. 1985.
ISAAC ASIMOV: La Formación de América del Norte. 1983
En 1497 los ingleses llegaron a los que sería Canadá. Los trabajos de descubrimiento ingleses los hicieron los particulares, los comerciantes de Bristol, la ciudad portuaria del oeste del país. Sus primeros viajes son oscuros, pero parece que durante varios años de la década de 1480 buscaban las islas del Alto Brasil en algún punto de Occidente. Se unieron a un italiano que se llamaba Giovanni Cabotto, quien por fin logró convencer a Enrique VII para que le concediera una carta de exploración de una ruta occidental hacia las Islas de las Especias. En mayo de 1497 Cabotto, o John Cabot, partió de Bristol en un barco pequeño, el Matthew, tripulado por marineros locales. Volvió en agosto después de haber llegado a lo que él llamó Newfoundland. La verdadera naturaleza de esta Nueva Tierra Hallada se ha convertido en un tema de intenso debate desde entonces. Pudiera haber sido la parte norte de Terranova o el cabo Cod, o cualquier punto situado entre ambos.
El más destacado historiador norteamericano de la era de las exploraciones, Samuel Elliot Morison, estaba seguro de que Cabot tocó tierra en el norte de Terranova y los terranovenses tienden a darle la razón. La opinión mayoritaria entre los canadienses opta a favor de la isla de Cabo Breton, al lado sur del golfo de San Lorenzo. Sea como fuera, Cabot hizo por la parte septentrional lo que Colón había hecho por el Caribe: la introdujo en el conocimiento de Europa. El rey de Inglaterra le recompensó con la cantidad de 10 libras. Al año siguiente partió de nuevo y no regresó. Su hijo Sebastian le sucedió, convirtiéndose en un gran explorador, o en un gran embustero según otras opiniones. Los ingleses no hicieron mucho para aprovechar los conocimientos de manera inmediata, pues estuvieron envueltos en el movimiento protestante y en complicados conflictos dinásticos.
Los europeos, sobre todo los portugueses, vascos y bretones, pescaban habitualmente por los Grandes Bancos a lo largo de la primera parte del siglo XVI, pero sin explorar seriamente y desde luego sin colonizar la parte septentrional de América del norte. Hubo varios motivos para ello: uno fue que el ritmo de exploración, o colonización, estaba estrechamente interrelacionado con otros intereses en la metrópoli; otro, por supuesto, fue porque los españoles y portugueses estaban más ocupados y obtenían más éxito en otras zonas, y finalmente, a los europeos les importaba menos América del Norte en sí que el hecho de cruzarla para llegar a las riquezas de Oriente. América del Norte sería finalmente explorada porque constituía un estorbo.
Otro italiano, el florentino Giovanni de Verrazano, que viajaba al servicio de Francisco I de Francia, exploró la mayor parte de la costa desde el cabo Fear, en lo que es hoy Carolina del Norte, hasta Terranova. Más tarde fue asesinado y comido por los habitantes de las islas caribeñas. Francisco I se consideraba así mismo como el hombre renacentista por antonomasia, de manera que se interesaba por todo, aunque nunca por mucho tiempo. Durante su reinado (1515-1547), los franceses se mostraron activos no sólo en América del norte, sino también en las Indias Occidentales y por la costa de Brasil, donde acabarían por enfrentarse a los portugueses. El mismo Francisco, sin embargo, prefirió dedicarse a luchar en las grandes guerras entabladas entre los Habsburgo y los Valois, y a invadir Italia, donde, en Pavía en 1525, perdió todo todo menos el honor, y pasó una temporada como invitado forzoso de Carlos V en Madrid.
Por tanto, igual que en el caso de Inglaterra, la tarea de exploración en ultramar quedó en manos de emprendedores particulares. Uno de los más grandes de estos entra ahora en escena en la persona de Jacques Cartier, nacido en Saint-Malo en 1491 y ya con una reputación de navegante experimentado cuando conoció al rey Francisco en 1532. Dos años más tarde, con una comisión real y dos barcos pequeños, zarpó de su ciudad natal y navegó rumbo al oeste.
Cartier tuvo una suerte increiblemente buena, pues tuvo un buen tiempo para navegar, y consiguió llegar a Bonavista, en Terranova en solo 20 días en el mar, con lo tuvo tiempo suficiente para explorar antes de que la tripulación empezara a morir o a amotinarse. Siguiendo la costa hacia el norte desde su primer contacto con tierra, bajó a continuación por el estrecho de Belle Isle para penetrar en el gran golfo de San Lorenzo. con esto, aunque sin darse cuenta, los franceses habían encontrado una de las más importante puertas hacia América del Norte. En su primer viaje Cartier pasó un mes en el golfo, llegando a la isla de Anticosti y la península de Gaspé. En agosto se dirigió a la metrópoli pasando de nuevo por el estrecho de Belle Isle. Francisco I estaba complacido. En 1535 financió una segunda expedición. Al entrar en el golfo otra vez, los viajeros se dirigieron a Gaspé y luego, animados por los indicios que encontraron, siguieron río arriba. Según su interpretación, los indios llamaban a la corriente el río de Hochelaga. Trató de descubrir cuál era el nombre del territorio interrogando a los indios locales, pues pensó, lleno de excitación, que ese gran brazo de mar podía ser el comienzo del estrecho que lo llevase al océano Pacífico. Pero los indios creyeron que les preguntaba qué eran ciertas pequeñas construcciones, ya que parecía señalarlas. Así, le transmitieron la palabra que usaban para «cabañas», que era algo similar a «cañada» (caignetdaze). Como resultado de ello, Cartier llamó a la región Canadá. Al cabo de la primera semana de septiembre Cartier llegó a un pueblo indio llamado Stadacona, en la confluencia de dos ríos, un escenario extremadamente impresionante, donde en la actualidad está la ciudad de Quebec.
Los indios querían que se quedaran allí, y de hecho, la estación ya estaba avanzada, pero Cartier decidió proseguir. Con los botes de sus barcos continuó río arriba, obviando una serie de rápidos, hasta llegar a un pueblo indio más grande que se llamaba Hochelaga. Aquí vio una colina alta a la que bautizó como Monte Real, hoy Montreal. Desde su cima pudo ver una inmensa extensión de bosques ondulantes y el brillo plateado del río que llegaba desde el oeste, pero mostrando más rápidos corriente arriba. Como el frío ya había empezado, los franceses tuvieron que invernar en Stadacona. El río se heló hasta una profundidad de casi dos metros mientras que enormes ventiscas amontonaban la nieve contra las chozas y la empalizada; el vino se congeló y con el paso del tiempo los hombres empezaron a morir de escorbuto y otras enfermedades. cuando se embarcaron para regresar a Europa en mayo de 1536 -después de secuestrar al cacique local para exhibirlo en Francia- ya tenían una visión menos rosa de las perspectivas que ofrecía la nueva tierra.
Fueron necesarios cinco años para que Cartier realizara lo que sería su tercer viaje. Mientras que los dos primeros habían constituido un éxito, éste, en general, fue un fracaso. No tenía el mando, ya que el favor real había sido concedido a un noble picardo llamado Sieur de Roberval. Esta vez su misión era establecer una colonia. El embajador español protestó ante Francia, afirmando que esto suponía violar varios tratados, entre otros el de Tordesillas. Francisco le replicó con la famosa observación de que quería ver el testamento de Adán donde se repartió el mundo entre España y Portugal. Cartier partió en 1541, pasó el invierno cerca de la ciudad de Quebec, y tras sufrir varios ataques de indios y numerosas enfermedades, abandonó y zarpó para Francia con los supervivientes. En el camino de vuelta se cruzó con Roberval, que había tardado todo el año en los preparativos, pero éste no tuvo mayor éxito. Pronto su colonia fracasó igualmente.
Esto fue prácticamente el fin de los esfuerzos franceses en Canadá durante el siguiente medio siglo. Las fases tardías de las guerras entre Habsburgos y Valois, y luego, aún más, las guerras de religión francesas absorbieron los intereses de Francia. Ocasionalmente, la lucha religiosa interna produjo algún esfuerzo colonizador, pero todos acabaron en fracasos. En el norte, la acción más notable fue el establecimiento de una colonia en la isla Sable, un yermo banco de arena a unas cien millas de la costa de Nueva Escocia y lugar de innumerables naufragios desde la época de la exploración hasta hoy. Sesenta y ocho colonos, todos presidiarios, partieron en 1598. Cinco años más tarde los once únicos supervivientes fueron devueltos a Francia.
Mientras tanto, el interés por el norte se había desplazado a Inglaterra. Durante los últimos años del siglo XVI, bajo el reinado de la reina Isabel I (1558-1603), los ingleses iniciaron una serie de intentos privados de exploración y expansión. Después de lograr por fin cierto grado de estabilidad interior, se sintieron motivados por diversos factores: el deseo de llegar al oriente, un violento anticatolicismo y una ambición igualmente intensa de enriquecerse. Demasiado débiles para desafiar el dominio hispano-portugués en los mares del sur, buscaban rutas alternativas a Asia. Intentaron hallar una hacia el este por el norte de Europa y fracasaron; trataron de ir por tierra a través de Europa oriental y Asia central y también fracasaron, aunque en un momento determinado Iván el Terrible ofreció casarse con alguna de las doncellas de Isabel con la finalidad de crear firmes relaciones diplomáticas. al fin, intentaron encontrar una ruta norte-oeste.
La búsqueda de ésta se convirtió en uno de los principales temas de descubrimiento y exploración a partir del siglo XVI hasta que, finalmente, ya en 1906 Roald Amundsen lo logró. Al principio de la búsqueda nadie sabía si tal ruta existía o no. A los europeos les pareció que debería haber un estrecho por la parte norte del nuevo mundo. Después de todo, la parte sur se estrechaba en una punta fina, así que la norte debería tener al misma forma. Puesto que deseaban que estuviera allí, dijeron que allí estaba y lo último que faltaba por hacer era encontrarlo. Así que año tras año durante la última parte del siglo XVI, caballeros intrépidos organizaron sus pequeñas expediciones y marcharon allá. Sus relatos son perturbadoramente repetitivos. Cada vez que llegaban un poco más al norte, o un poco más al oeste, se veían encerrados por el hielo o la tierra, o descubrían que, por algún motivo, la pista seguida era falsa. Pero siempre estaban seguros de que justo al otro lado del próximo promontorio, o a través del próximo canal estrangulado por el hielo, el estrecho mágico se abriría.
Así, partían, resistían y fracasaban, pero volvían a intentarlo una y otra vez. En 1576 Martin Frobisher llegó hasta una larga bahía en la parte sur de la isla de Baffin. Después de bautizarla con su propio nombre, regresó con el barco cargado con lo que esperaba fuera oro, pero resultó ser pirita de hierro. Varios años más tarde, John Davis exploró la costa occidental de Groenlandia. Durante la primera década del nuevo siglo Henry Hudson exploró el mar de Groenlandia y llegó a Spitzbergen. En 1610 encontró el estrecho de Hudson y luego la gran bahía que conducía al sur, posteriormente bautizada con su nombre. Su tripulación se amotinó y le abandonó a la deriva.
En 1613 los ingleses llegaron a la orilla occidental de la Bahía de Hudson y al río Nelson. No lo sabían, pero éste formaba parte de un sistema de que les habría llevado hasta las Rocosas. Estaban a medio camino en el cruce del continente, pero nunca encontraron el estrecho mágico, hasta pasado otro medio siglo no se aprovecharían sus derechos y descubrimientos para organizar la Compañía de la Bahía de Hudson.
Finalmente, por tanto, la colonización de Canadá les tocó en suerte a los franceses por falta de competencia. Varios esfuerzos para establecer colonias en áreas controladas por España o Portugal salieron mal debido a la vigorosa reacción de éstos o por la tendencia de los franceses católicos y los franceses hugonotes a matarse entre sí. A final, en 1603, una nueva figura de la talla de Cartier entra en el escenario: Samuel de Champlain. Nacido en Saintonge, en Brouage, era un soldado y caballero maduro de treinta y tres años cuando se intereso por la exploración y la colonización. Se unió a un grupo que había heredado el comercio de pieles y otros monopolios de los organizadores de la isla Sable.
En 1603 exploraron el San Lorenzo hasta los rápidos más arriba de Montreal, a los cuales llamaron sarcásticamente La Chine. Intentaron y fracasaron en fundar un pequeño asentamiento junto al río. Después se trasladaron a la costa atlántica, exploraron la bahía de Fundy e invernaron en una pequeña isla en el río Ste. Croix, la frontera actual entre Estados unidos y Canadá. En la primavera cruzaron la bahía hacia la actual Nueva Escocia, a la que llamaron Acadia (en francés, Acadie, que proviene de una palabra india que significa "rico", y establecieron un pequeños asentamiento en Port Royal, el primer poblado europeo al norte de la Florida española. En 1607 Champlain regreso a Francia.
En 1608, bajo patrocinio real, zarpó de Francia para efectuar su tercer viaje a Canadá. Nuevamente remontó el río San Lorenzo y el 3 de julio de 1608 fundó una colonia a 650 kilómetros aguas arriba, en un punto donde el río se estrecha y donde las empinadas márgenes facilitaban la defensa de la colonia. Fue la ciudad de Quebec, fundada un año después que Jamestown, donde Cartier había pasado su primer invierno en 1535-36. Quebec pasó tiempos difíciles al principio. El duro invierno septentrional cayó sobre la colonia y de los 28 colonos originales solo 8 seguían con vida cuando llegó la primavera. Sin embargo, Quebec se mantuvo en existencia y fue el núcleo de lo que se llamaría Nueva Francia.
Para su comercio de pieles los franceses dependían de los indios locales, que pertenecían a las tribus llamadas huronas y algonquinas. Estas se hallaban en guerra con los iroqueses, una confederación de tribus indias cuyas tierras estaban en lo que hoy es el estado de Nueva York y que habían conquistado a las tribus indias vecinas, dominando gran parte de los que actualmente es el noroeste de los Estados unidos.
Desplazándose hacia el sur, Champlain descubrió un extenso lago que hoy es llamado Lago Champlain en su honor. En el extremo meridional de este lago, el 30 de julio, los indios algonquinos a los que Champlain acompañaba se encontraron con un grupo de iroqueses. Inmediatamente se inició una lucha, en la que Champlain participó al lado de los algonquinos. Las armas de fuego decidieron la contienda a su favor y los iroqueses huyeron pero, desde ese momento, las tribus iroquesas fueron hostiles hacia los franceses, y se aliaron a los holandeses primero y luego a los ingleses. De los holandeses obtuvieron armas de fuego, y en 1640 fueron los primeros indios que utilizaban armas de fuego en sus guerras. Más de una vez, los vengativos iroqueses llevaron a la Nueva Francia al borde de la extinción. Sin la ayuda de los iroqueses, a la larga tal vez ni los holandeses ni los ingleses hubieran podido resistir contra los franceses en esa región decisiva.
Después de retornar a Francia en busca de más colonos, Champlain volvió a América por cuarta vez en 1610, y en 1611 fundó una colonia a 240 kilómetros aguas arriba de Quebec. La llamó Place Royale y fue el núcleo de la posterior Montreal. En 1613 hizo una expedición hacia el Oeste y en 1615 llegó a la Bahía Georgiana, la extensión septentrional del lago Hurón. Fue el primer europeo que llegó a los Grandes Lagos. Cuando volvió a Francia, Enrique IV había sido asesinado en 1610, y siguieron catorce años de relativa debilidad bajo su hijo menos de edad Luis XIII. Aunque Champlain fortificó Quebec en 1620, no era más que una pequeña colonia y no pudo resistir un ataque naval de los ingleses en 1629. Champlain, que era ahora gobernador de Nueva Francia, se vio obligado a rendirse y estuvo prisionero tres años. Los ingleses también tomaron las colonias francesas de Acadia, Pero tanto Quebec como Acadia fueron devueltos en 1632.
En el interín, en 1624, el capaz cardenal Richelieu había asumido el gobierno como primer ministro de Luis XIII. Bajo su mano firme Francia revivió rápidamente. En 1627 organizó una compañía destinada a estimular la colonización de Canadá. Obtuvo de Inglaterra la devolución de las posesiones francesas y, año tras año, Nueva Francia se hizo cada vez más fuerte. El río que lleva las aguas del lago Champlain al norte, al río San Lorenzo, es llamado hoy río Richelieu en su honor.
En el comercio de las pieles, especialmente en la piel del castor -idónea para la fabricación de sombreros de felpa-, los franceses encontraron una fuente de capital que haría que su colonia fuera económicamente viable. El apoyo de la metrópolí siguió siendo esporádico, pero había justo lo suficiente para autoabastecerse. Lo primeros misioneros, frailes de la orden de los recoletos, llegaron en 1615. Los jesuitas les siguieron 10 años más tarde. Lentamente se construyó una base de granjeros, artesanos y comerciantes. El bosque situado a las orillas del gran río fue talado y Quebec empezó a ramificarse. En Acadia, recios pioneros de Normandía y Bretaña construyeron diques junto a los prados, resistieron las fortísimas mareas -las más altas del mundo-, pescaron en las abundantes aguas y crearon sus propios y pequeños asentamientos. Sin embargo, Acadia se convertiría, más adelante, en el lugar de encuentro entre la rivalidad y antagonismo anglo-francés por el dominio de América del Norte.
A finales de la década de 1620 era claro que los franceses estaban allí para quedarse. Quebec adquiría un carácter específico reflejado en los granjeros habitants, intrépidos tramperos de pieles que viajaban incansablemente a través de los bosques, misioneros y oficiales del gobierno real, escribanos e intendentes cuya labor consistía en conseguir que la colonia creciera por el buen camino, de acuerdo con la visión de los hombres que dirigían los asuntos desde París y, más tarde desde Versalles.
El gran cardenal Richelieu se interesó personalmente por las cuestiones coloniales, como hizo en todo lo demás. Algo imperfectamente percibió lo que su sucesor Colbert, formularía claramente: Francia se había embarcado en una campaña de hegemonía en Europa. Los siglos de gloria de España estaban pasando, pero los de Francia acababan de empezar. Richelieu decía a menudo que su meta era hacer que la corona consiguiera la supremacía en Francia y que Francía consiguiera la supremacía en Europa. Para que así fuera, Francia necesitaba un imperio, porque ya en el siglo XVII el poderío europeo estaba convirtiéndose en poderío mundial.
Con esta finalidad, los franceses comenzaron a realizar un esfuerzo consciente para crear un Imperio racional, cartesiano, donde todas las piezas encajasen apropiadamente. Canadá iba a ser una parte íntegra, aunque subordinada, de este todo. Los años medios del siglo XVII vieron la batalla de Rocroi, la paz de Westfala, la guerra de la Fronda y el advenimiento de Luis XIV. La época de exploración tocaba a su fin y comenzaba la expansión y conflicto imperial, pero las intrigas de Richelieu y Colbert, como los sueños de Cartier y Champlain, iban a tener finales bien distintos de lo que sus autores hubieran podido imaginar.
2. Imperios en conflicto (1635-1783)
Cuando murió Champlain en Quebec, en 1635, muchas de las bases para el desarrollo de la mitad septentrional de América del Norte ya estaban configuradas. Francia, atraída por las perspectivas que ofrecían las pieles, el pescado y la emigración de conversos, había conseguido establecerse precariamente tanto en el río San Lorenzo como en Acadia. Inglaterra poseía colonias mejor situadas más al sur, una presencia real en los caladeros de la costa de Terranova y moderadas reclamaciones respecto de Acadia. Durante los próximos ciento cincuenta años, los intereses conflictivos y las rivalidades seculares entre los dos países contribuirían en gran medida a forjar y perfilar el futuro de lo que un día sería Canadá.
A mediados del siglo XVII, ni Francia ni Inglaterra habían prestado mucha atención a esta región de América del Norte. Ambos países habían sufrido una inestabilidad política interna que condujo a la guerra civil y, a diferencia de España y Portugal, no estaban en posición de realizar ningún movimiento importante en el nuevo Mundo. En todo el imperio francés en América del Norte había menos de mil habitantes europeos, y estos estaban en gran medida abandonados y olvidados por el gobierno de la metrópoli. Las ricas pieles del territorio atraían hacia el río San Lorenzo a comerciantes y tratantes franceses, y algunos europeos ya habían empezado a desbrozar y labrar la tierra.
Pero eran los misioneros de la Iglesia católica, especialmente los jesuitas, quienes dominaban esta época del desarrollo de Nueva Francia. Profundamente comprometidos con la conversión al cristianismo de los nativos norteamericanos, fundaban misiones entre los amistosos algonquinos y hurones e, incluso, entre las tribus hostiles de los iroqueses. Para fomentar esta gran labor, en 1639 se creó en París la Société de Notre-Dame de Montréal. Con el dinero recaudado en Francia y el enérgico liderazgo de Paul de Chomedey de Maisonnneuve, en 1642 se estableció una nueva colonia religiosa, Ville-Marie, en una isla del río San Lorenzo. La actual ciudad de Montreal -hoy la segunda población más grande de Europa- nació de esta manera.
La importancia del comercio de las pieles, sin embargo, pronto echaría a perder muchos de estos planes para la colonia. Las tribus iroquesas, con su centro justo al sur de los Grandes Lagos, querían controlar el flujo de las pieles hacia los enclaves europeos, y estaban empeñadas en evitar que se estableciesen estrechos contactos entre los hurones y los franceses. Con el tiempo, esto condujo a la destrucción total de las misiones francesas existentes y, de hecho, a la masacre de los mismos hurones. Además, dado que Montreal estaba tan bien situada en el río San Lorenzo, al vía principal hacia el interior, pronto se convirtió en el centro de comercio más importante en Nueva Francia, lo que provocó la destrucción de la misión religiosa creada por sus fundadores.
Hacia 1660, la negligencia del gobierno francés, la hostilidad de los iroqueses y el descenso de los beneficios del comercio de las pieles llevaron a la colonia al borde del desastre. Sin embargo, en 1661, el joven rey francés Luis XIV pasó a encargarse de los asuntos del gobierno y, al año siguiente, fijo su atención en el nuevo Mundo. A lo largo de la siguiente década, el monarca y su competente ministro Colbert intentarían rehacer y fortalecer el imperio de ultramar. Les ayudo en esta labor uno de los administradores más capaces con los que contó la colonia. Jean Talon fue nombrado intendente de Nueva Francia, responsable de la organización de la economía y encargado de favorecer al aumento de la población, Bajo su vigoroso liderazgo se logró mucho, pero las guerras expansionistas en Europa distrajeron la atención de Luis XIV de su Imperio de ultramar y el desarrollo de nueva Francia acabó languideciendo.
Aunque la población de la colonia creció muy despacio, durante el siglo XVII la extensión de la misma aumentó mucho. Exploradores, misioneros y tramperos penetraron muy al oeste, norte y sur -algunos llegaron hasta las Rocosas-, lo que permitió que Francia reclamara una parte cada vez mayor de América del Norte. Tal expansión, sin embargo, no tardó en llevar a Francia a un conflicto con el Imperio inglés, que se desarrollaba lentamente en la misma zona.
En 1670, el gobierno inglés dio una carta de explotación a una nueva empresa del comercio de las pieles, la Compañía de la Bahía de Hudson -hoy la más antigua de las empresas canadienses-, con el fin de dominar este lucrativo comercio en el área. Esto pronto se convirtió en la principal amenaza al control francés de esta actividad e hizo aumentar las tensiones entre los dos países. Otros conflictos surgían a medida que los franceses avanzaban por los valles de los ríos Ohio y Mississippi, amenazando la seguridad de las Trece colonias inglesas. La guerra intermitente, con incursiones fronterizas, masacres de civiles y alianzas con los indios, pronto llegó un asunto habitual en el panorama de América del Norte.
A pesar de la confrontación internacional y la incertidumbre de la vida cotidiana, las fuertemente arraigadas poblaciones francesas empezaron a evolucionar. Aunque el comercio de las pieles continuó siendo extremadamente importante, la agricultura adquirió cada vez más prominencia. Toda la tierra pertenecía al rey, puesto que los franceses, como la mayoría de los europeos de la época no reconocían los derechos a la tierra de los indios nativos. El rey solía hacer grandes concesiones de tierra a hombres con dinero y posición o, a veces, a la iglesia. Estos, a su vez, repartían las tierras entre los granjeros arrendatarios, o habitants, como más tarde fueron conocidos en Nueva Francia. Estos habitants cultivaban la tierra y construían sus casas y cada año debían pagar al terrateniente o seigneur una renta. El terrateniente, a su vez, debía pagar su cuota al rey. De esta forma, el seigneur se convirtió en la unidad básica de asentamiento en la colonia, creando gran parte de su estructura social. Las tierras pasaban de generación en generación entre los habitants, pero no sería hasta el siglo XIX cuando la mayoría de esta gente adquirieses de hecho la propiedad de la tierra que ellos y sus antepasados habían cultivado durante tanto tiempo.
Tras el inicial interés de Luis XIV, la emigración no recibió grandes estímulos por parte de la madre patria, así que la población se mantuvo escasa. Sin embargo, una tasa de natalidad muy alta, alentada por la Iglesia y el Estado, junto a un clima muy salubre y alimentos nutritivos, garantizaba su constante aumento. A pesar de las dificultades de su vida cotidiana y los peligros que las -a veces- hostiles tribus nativas creaban, está claro que los colonos de nueva Francia estaban mejor situados económicamente y llevaban una vida más sana y confortable que la de sus semejantes en Francia. Ya hacia 1650 estos colonos habían comenzado a considerarse diferentes. Ciertamente, aún eran franceses, pero de algún modo eran más que eso, era canadeans, como empezaban a llamarse.
Durante el resto del siglo XVII, la existencia de la colonia continuó siendo precaria. El comercio de las pieles, dependiente como estaba de las fluctuaciones de la moda en Europa, era una base insegura para su economía. Luis XIV no tenía interés ene estimular, y algunas veces ni autorizar, a un gran número de ciudadanos franceses que se trasladase al Nuevo Mundo. A la extensa población protestante -los hugonotes- no se les permitió salir del país, de manera que este gran grupo de potenciales colonos no estaba disponible. Mucho del éxito, o fracaso de la colonia dependía de la calidad de liderazgo que llegaba desde la metrópoli para gobernar en nombre del rey. Algunos de los gobernadores e intendentes eran hombres de excepcional capacidad, mientras que otros eran ineficaces y a veces deshonestos e incompetentes.
El más conocido de los gobernadores, anterior a 1700, fue sin duda el pintoresco Louis de Buade, conde de Frontenac, que sirvió en Nueva Francia desde 1672 a 1682 y de nuevo desde 1689 hasta su muerte en 1698. Sus ambiciones, su soberbia, y su genio le crearon bastantes problemas con los hombres con quienes compartía el poder, causando tensiones y a veces, incluso, choques abiertos. Estimuló una gran expansión del comercio de las pieles hacia el interior de América del Norte y se embarcó en una serie de mal aconsejadas incursiones contra las tribus nativas y los colonos ingleses al sur. Muchas de sus acciones políticas le llevaron a un conflicto directo con la cabeza de la Iglesia católica de Canadá, el obispo Laval. Este hizo mucho para asegurar que la colonia permaneciera sólidamente católica y que las ideas peligrosas de la metrópoli se mantuvieran alejadas de ella. No a todos les gustaban la política restrictiva y los métodos autocráticos utilizados por Buade.
Hacia 1700 la colonia, aunque poco poblada y muy extensa, se había establecido de manera firme en las orillas del río San Lorenzo. Se trataba, como se ha dicho, de una sociedad francesa, católica, que basaba su economía en la agricultura y el comercio de las pieles. Aún era muy dependiente de Francia, pero los sucesores de Luis XIV ni tenían gran interés en Nueva Francia, ni estaban convencidos de que mereciera la pena tener un imperio en ultramar. Salvo excepcionales momentos de interés y actividad, la colonia a permaneció olvidada durante el siguiente medio siglo. El desarrollo de la otra colonia francesa en lo que un día sería Canadá era algo diferente del de Nueva Francia. Acadia, en la costa atlántica -aproximadamente las actuales provincias canadienses en Nueva Escocia, la isla del Príncipe Eduardo, Nueva Brunswick y el Estado norteamericano de Maine-, habían sido colonizadas inicialmente por Champlain y otros comerciantes de pieles en 1604 y era conocida por los pescadores al menos un siglo antes de esa fecha. Aunque los escoceses habían intentado establecer un asentamiento allí en 1629 -de ahí el nombre de Nova Scotia o Nueva Escocia que se aplicaba a toda el área y todavía hoy es utilizado como uno de los nombres provinciales-, los franceses normalmente habían logrado el reconocimiento a sus reclamaciones sobre esta zona.
Sin embargo, el comercio peletero pronto entró en declive debido a la masiva caza de los animales, y los escasos comerciantes de pieles se vieron obligados o a volver a Francia o a buscar otro medio de supervivencia. La mayoría se dedicaba a la tierra, construyendo diques para proteger de la acción del mar las bajas marismas saladas que se encuentran en algunas zonas de la bahía de Fundy. Con esta rica tierra, un mercado muy bueno -aunque ilegal- en la cercana ciudad de Boston y mucho y duro trabajo, los acadienses -como llegaron a llamarse- se hallaron pronto prósperos y satisfechos. Eran tan pocos numéricamente -menos de 2.000 en 1700- y la colonia de Acadia tan poco importante a los ojos del gobierno francés que se les permitió desarrollarse a su antojo, en general libres de las injerencias -y de la ayuda- de la madre patria.
Otra parte de lo que en su día sería Canadá ya había merecido considerable atención europea y era el foco de crecientes disputas, especialmente entre Francia e Inglaterra. Los increíblemente ricos caladeros existentes cerca de las costas de Terranova habían atraído a los pescadores de Europa ya antes del célebre viaje de descubrimiento de Colón en 1492. El control sobre este enorme recurso era uno de los premios más ricos que América del Norte ofreció durante el periodo colonial. Cada año centenares de barcos europeos cruzaban el atlántico para pescar en los bancos próximos a la isla, iban a tierra para secar la pesca, recoger la leña y conseguir agua dulce. Paulatinamente, algunos de estos pescadores se establecieron allí y, lentamente, la población europea de Terranova se vio incrementada. Pero dado que ni Francia ni Inglaterra deseaban establecer una colonia civil permanente en la isla, su desarrollo iba a ser discontinuo e inseguro y Terranova no adquiriría el status oficial de colonia hasta bien entrado el siglo XIX.
Las dos primeras décadas del siglo XVIII vieron el comienzo de cambios decisivos en estas colonias. Inglaterra, instada por sus otras colonias en América del Norte, decidió hacer todo lo posible para expulsar a los franceses de la zona. De hecho, está claro que ambas partes sentían que América del Norte era demasiado pequeña para dos potencias imperiales; una u otra tendría que salir triunfante. Durante la guerra de Sucesión Española (1702-1713), Inglaterra organizó varias campañas para extender su imperio, mientras que Luis XIV tenía más interés en reforzar su poder en la misma Europa. Una fuerza combinada de Inglaterra y algunas de sus colonias conquistó Acadia en 1710 y continuó la campaña con un ataque fracasado contra Nueva Francia al año siguiente. El tratado de Utrech, firmado en 1713, redujo seriamente el Imperio francés en América del Norte, puesto que reconoció la posesión inglesa de Acadia -que ahora se llamaría Nueva Escocia.
Enfrentada a la pérdida de parte de su Imperio norteameriacano, Francia llevó a cabo acciones espectaculares durante los años inmediatamente posteriores a la guerra. Se planeó la fortificación nueva y completa de la Isla Royale -la isla de Cabo Bretón-, tanto para proteger San Lorenzo y los intereses franceses en los caladeros como para usarla como base para una nueva ofensiva francesa. Louisbourg era la ciudad amurallada más grande jamas construida en Norteamérica y pronto adquirió la fama por ser invulnerable-. Provocó el orgullo y confianza entre los franceses y terror entre sus enemigos. En 1745, durante la guerra de Sucesión austriaca, tropas de nueva Inglaterra, ayudadas por la Marina británica, asediaron Louisbourg y la tomaron, solamente para ser devuelta a Francia por los términos de la paz firmada tres años más tarde. Ocupada de nuevo por los ingleses en 1758, la fortaleza fue destruida en 1760. Actualmente, la fortaleza de Louisbourg es un parque nacional histórico y constituye la reconstrucción más grande jamás emprendida en Canadá.
Acadia, antes del inicio de la Guerra de los Siete Años (1756-1763) entre Inglaterra y Francia |
En 1755, tras varios años de intentar persuadir a los canadienses para que prestaran juramento de lealtad a Gran Bretaña, el gobernador de Nueva Escocia decidió que su pequeña colonia se hallaba en grave peligro. En su preocupación por la colonia, Charles Lawrence calculó mal la amenaza representada por los neutrales acadienses, pero, no obstante, estos fueron enviados al exilio. Aproximadamente, 8.000 de los 10.000 colonos francoparlantes de nueva Escocia fueron expulsados, obligados a buscar nuevos hogares y formas de vida en otros lugares de América del Norte y en Europa. Con el tiempo, algunos buscaron refugio en la colonia española de Luisiana, donde aún residen sus descendientes, llamados cajuns. Algunos volvieron a la región marítima de Canadá, donde aportaron una dimensión francesa importante dentro de una población mayoritariamente anglófona. La expulsión de los acadienses se convirtió en un episodio muy popular en el siglo XIX, principalmente debido a la publicación de la poesía Evangeline, de Henry Wadsworth Longfellow.
Cuando estalló la Guerra de los Siete Años, en 1756, Inglaterra decidió dedicar buena parte de su atención a América del Norte, mientras que Francia, bajo Luis XV, había desarrollado una política que virtualmente implicó el abandono de su imperio.
La exploración de Canadá desde el siglo XVI y territorios dominados por Francia e Inglaterra, antes de la Guerra de los Siete Años (1756) |
Por tanto, el desenlace final de la lucha era previsible. En 1759 una gran fuerza inglesa bajo el mando del general James Wolfe se enfrentó con los franceses mandados por el general Louis-Joseph Montcalm junto a las murallas de Quebec. La batalla de los Campos de Abraham, en la cual ambos comandantes murieron se considera el punto decisivo en la historia canadiense. Con la rendición de Quebec en el otoño de 1759, solo la llegada de una gran fuerza francesa, tanto militar como naval, en la primavera siguiente hubiera podido evitar el colapso total del Imperio francés, pero jamás fue enviada fuerza semejante. El tratado que puso fin a la guerra en 1763 reconoció la transferencia de casi todo el Imperio francés en América del Norte y señaló una nueva fase en el desarrollo de Canadá.
Operaciones francesas y británicas durante la Guerra de los Siete Años o Guerra India |
De acuerdo con las condiciones del Tratado, a los canadienses se les debía permitir permanecer pacíficamente en la nueva colonia británica. Y la mayoría decidió hacer precisamente eso. Rápidamente descubrieron que los ingleses no eran tan malos como temían y que la vida podría proseguir casi como antes. Su religión seguía siendo respetada, así como la posesión de la tierra. Seguramente, éstas eran las cosas más importantes y no la lealtad a un rey lejano que los había abandonado. La transición del Imperio francés al ingles, aunque no sin dolor, fue, no obstante, bastante fácil. El dualismo esencial -franceses e ingleses- de los que sería el país de Canadá se había iniciado.
Años antes, en 1740, el gobierno inglés había comenzado a actuar en nueva Escocia al fundar Halifax, nuevo centro militar y político para la colonia. También fue el principio de los esfuerzos serios de colonización inglesas de lo que hoy es Canadá. La toma de Nueva Francia promocionó la inmigración de más colonos anglófonos, tanto a Montreal como a Nueva Escocia. Otros grupos étnicos y nacionales empezaron a llegar también. Escoceses, irlandeses, alemanes, estadounidenses y otros muchos terminarían enriqueciendo grandemente la cultura de Canadá, para ser seguidos por muchos más durante los siglos XIX y XX.
Con la llegada de los colonos ingleses, muchas cosas empezaron a cambiar. Trajeron con ellos elementos como la imprenta, y los colonos de Nueva Escocia y Canadá -como ya se llamaba la antigua colonia de Nueva Francia- de pronto contaron con órganos de representación propios. Otro paso importante se dio en 1758 en Nueva Escocia con la introducción de la primera forma de gobierno representativo en lo que hoy es Canadá. Por primera vez los colonos podían elegir a quienes debían aprobar las leyes y perfilar la política del gobierno. Los ciudadanos aún no tenían pleno control sobre su gobierno, pero fue un comienzo importante.
Cuando la lucha de ciento cincuenta años con Francia se acabó por fin en América del Norte, Inglaterra creía que sus problemas en buena medida habían terminado. Sin embargo, a principios de los años de 1760 se manifestaron nuevas dificultades con algunas de sus colonias del Nuevo Mundo. La insatisfacción y el disgusto ante la política británica empujaron a las Trece Colonias del litoral atlántico a la rebelión abierta. Cuando los combates de verdad empezaron en 1775, las colonias de Nueva Escocia y Canadá eran perfectamente conscientes de la situación y hubo un considerable grado de comprensión hacia la causa de los rebeldes.
Sin embargo, los intereses de estas dos colonias más recientes no estaban demasiado afectados por las nuevas leyes que tanto encolerizaban a los colonos más antiguos. Además, ambas eran bastante pequeñas y tenían fuerzas militares o navales británicas estacionadas en su territorio. Una contraproducente invasión de Canadá por las fuerzas rebeldes en el otoño de 1775 apagó bastante la anterior simpatía para su causa. En ninguna colonia hubo un levantamiento serio en apoyo de la revolución norteamericana y cuando los combates se acabaron al fin, en 1783, los neoescoceses y los canadienses se encontraban de nuevo al otro lado de una frontera que les separaba de las colonias más grandes del sur. Quedaban establecidas las bases para un nuevo y diferente desarrollo.
La América del Norte Británica tras el Tratado de Paris (1763) |
3. Diversidad regional (1784-1867)
La revolución americana de 1775-1783, tal vez fuera el acontecimiento más importante de la historia de Canadá. Dividió las posesiones británicas en América del norte en dos entes distintos: los Estados Unidos de América al sur y la América del Norte británica en la parte septentrional. Y mientras que las colonias separadas del norte antes habían sido de poca importancia para Gran Bretaña, comparadas con las más rentables Trece Colonias, ahora adquirieron mayor importancia.
No todos en las Trece Colonias estaban de acuerdo con los objetivos o los métodos de los revolucionarios, pero una vez comenzadas las hostilidades resultó casi imposible permanecer neutral. Más de 100.000 personas huyeron de los Estados Unidos durante esta lucha. Muchos emigrantes regresaron a Gran Bretaña o huyeron a las Indias Occidentales, y aproximadamente 40.000 se dirigieron hacia el norte, a Quebec, y a las colonias marítimas. Aunque los americanos consideraban a estas personas como traidores, los canadienses les llamaban leales, y los historiadores posteriormente han alabado sus heroicas hazañas.
Había leales de toda condición: granjeros, comerciantes, médicos y abogados. La mayoría eran granjeros que llegaban allí atraídos por las donaciones de tierra que por consideraciones ideológicas. Muchos eran inmigrantes británicos recientes que todavía permanecían leales a la madre patria. Otros aborrecían la violencia o habían perdido sus trabajos. Grupos de etnias minoritarias, cuáqueros y menonitas, temían por su cultura y tradiciones y emigraron al norte. Más de tres mil norteamericanos negros se convirtieron en leales a cambio de tierras y de la liberación de la esclavitud.
Estas personas, sin embargo, recibieron tierras infértiles y sufrieron persecución por su color. Con el tiempo, algunos negros se trasladaron a otras zonas de la América del Norte británica o se embarcaron para Sierra Leona, en la costa africana. Una suerte parecida les tocó a los pueblos nativos que lucharon por la causa británica. Las grandes extensiones de tierra prometidas pronto acabaron en manos de los colonos blancos. La llegada de unos 7.000 leales a la parte occidental de Quebec alteró drásticamente la situación en esta colonia. Por primera vez había aquí un número sustancioso de colonos británicos, aproximadamente un 15% del total. Los leales habían arriesgado sus vidas y perdido sus posesiones en apoyo de gran Bretaña. Ahora exigían sus derechos como ciudadanos británicos: un gobierno elegido, el derecho civil británico y la Iglesia protestante. Estos cambios, sin embargo, les enfrentaron a los francocanadienses, que aún componían la gran mayoría de la población. Para resolver este problema el gobierno británico se dirigió a Guy Carleton, nombrado lord Dorchester. Carleton había resuelto la situación en 1774, pero esta vez solo pudo aplazar la solución. Aun siendo amigo de los francocanadienses, había luchado con los leales y simpatizaba con su causa. Al fin, en 1791, Quebec fue dividido en dos colonias diferentes, Alto Canadá y Bajo Canadá -las actuales provincias de Ontario y Quebec
En el Bajo Canadá los franco-canadienses recibieron las garantías del derecho civil francés y los métodos de propiedad de la tierra, el derecho al voto, a ocupar cargos políticos y a practicar su religión. en el alto Canadá, que abarcaba la mayor parte de los asentamientos leales, se aplicaban las leyes británicas. Como en el caso de las colonias marítimas, ambos sistemas de gobierno consistían en una asamblea elegida por sufragio popular, dos consejos nombrados por el gobernador -a menudo de carácter vitalicio- y un gobernador nombrado que tenía que dar la aprobación final a todas las leyes. Durante un tiempo este compromiso satisfizo a la mayoría. Sin embargo, en 1837 rebeldes de ambas colonias marcharon contra las autoridades británicas.
Mientras, los habitantes de las colonias marítimas también vieron su existencia gravemente afectada por la revolución americana. Aunque muchos tenían parientes cercanos en las Trece Colonias, prefirieron permanecer neutrales durante el conflicto. La oleada inmigratoria de 30.000 leales cambio la distribución de la población en Nueva Escocia, ya que 14.000 de ellos se establecieron en los valles de los ríos St. John y Ste. Croix, no poblados hasta entonces. En 1784 la colonia de Nueva Brunswick, dominada por los leales, fue separada de Nueva Escocia. Gradualmente, ambas colonias crecieron tanto en población como en prosperidad. Los acadienses deportados regresaron, pero tuvieron que establecerse forzosamente en nuevos lugares, principalmente en Nueva Brunswick. Más tarde, colonos irlandeses, ingleses, galeses y escoceses llegaron para aumentar la población, que creció desde solo 25.000 habitantes en Nueva Brunswick, hasta más de 200.000 en 1851, y hasta 275.000 en Nueva Escocia.
Las guerras napoleónicas estimularon el comercio en Nueva Escocia, especialmente en su capital, Halifax, que albergaba a la Marina británica. El control de Napoleón sobre los bosques bálticos obligó al gobierno de Londres a recurrir a sus colonias norteamericanas para fabricar mástiles de pino y otros productos madereros esenciales. Nueva Brunswick y el valle del río Ottawa, en particular, estaban dotados de bosques accesibles de abeto y pino. Pronto, el interior resonó con el ruido de las hachas, mientras los leñadores talaban, arrastraban y embarcaban en balsas la madera aserrada hasta las poblaciones costeras para su transporte transatlántico. La entrada de Estados Unidos en las guerras napoleónicas, en 1812, estimuló todavía más el comercio en las colonias marítimas.
Aunque oficialmente Estados Unidos estaba en guerra contra Gran Bretaña, los Estados americanos colindantes con las colonias marítimas se opusieron a la decisión del presidente Madison y el conflicto con el Alto y el Bajo Canadá rara vez desbordó los límites de las provincias costeras.
La demanda de madera, pescado y productos agrícolas provenientes de las colonias marítimas recibió un estímulo con la Guerra de Crimea, el Tratado de Reciprocidad de 1854 con Estados Unidos sobre recursos naturales y la guerra civil norteamericana. Nueva Escocia desarrolló una economía diversificada basada en la pesca, el comercio y la agricultura, mientras que la de Nueva Brunswick estaba dominada por los altibajos de su producción maderera. El creciente comercio dio lugar a la aparición de una industria de construcción naval vigorosa y para los años cincuenta las colonias marítimas contaban con la cuarta marina mercante en volumen del mundo.
Las dos provincias también alcanzaron la madurez política en este periodo. Aunque la población estaba desperdigada en comunidades aisladas a lo largo de la costa, y dividida además por diferencias de religión entre baptistas, anglicanos, presbiterianos, luteranos, metodistas y católicos, todos lo varones obtuvieron el derecho al voto si poseían un mínimo de propiedad. Y para 1848, ambas colonias habían conseguido la autodeterminación local.
Las dos colonias isleñas la isla del Príncipe Eduardo y Terranova- tardaron más en desarrollarse, pero para mediados de siglo también eran relativamente prósperas. Terranova, la mayor colonia atlántica, con un territorio ligeramente superior al de Japón, estaba aislada del resto del país. Desarrolló así su propia cultura particular expresada en todo, desde los dialectos y la música hasta la gastronomía y el folclore. Puesto que las flotas de pesca inglesas deseaban evitar la competencia local, la población de la isla creció tan despacio que para 1800 solo tenía 20.000 habitantes, y el gobierno estaba en manos de un gobernador con poderes casi dictatoriales que solo pasaba allí los meses de verano. La justicia era administrada por los capitanes de los primeros barcos de pesca que llegaban a puerto cada primavera.
Estas duras condiciones fueron exacerbadas por intensas rivalidades étnicas, religiosas y de clase. Los colonos ingleses vivían sobre todo en la capital, St. John. Desde allí dominaban la economía de toda la isla, principalmente controlando el suministro de sal importada, imprescindible para conservar el producto de exportación más importante de Terranova: el bacalao. Esto dividió a los comerciantes y a los pescadores de los pequeños puertos. los primeros eran normalmente ingleses y anglicanos, mientras que los últimos eran católicos irlandeses.
En parte como resultado de estas divisiones, la isla no contó con un gobierno representativo hasta 1832, pero desafortunadamente, las elecciones y la votación abierta solo sirvieron para enardecer las tensiones étnicas y religiosas. Así que, después de una campaña electoral especialmente violenta -durante la cual varias personas fueron muertas y bastantes propiedades privadas destruidas-, Gran Bretaña suspendió la constitución en 1842.
La economía de la isla respondió mejor que el sistema político. Aunque la pobre naturaleza de la tierra limitaba las tareas agrícolas, las enormes cantidades de bacalao eran más que suficientes. El bacalao era secado en tierra, se le salaba ligeramente y se le embarcaba hacia los países del Caribe y el Mediterráneo, Italia y España inclusive. Durante la década de 1830 la caza de la foca también se hizo rentable y representó aproximadamente el 35% de las exportaciones. Gracias a esta prosperidad, a la disminución de las tensiones religiosas y a la reforma política implantada en otras partes de la América del Norte británica, el derecho a la autodeterminación local fue concedido en 1855.
La isla de Príncipe Eduardo también tenía sus propios problemas. En 1767, Gran Bretaña había dividido la colonia en sesenta y siete parcelas de tierra, y las había entregado a los ciudadanos más destacados, que prometían colonizar la isla. Mientras que algunos de estos terratenientes sí colonizaron sus propiedades, normalmente con colonos indigentes de origen escocés, inglés e irlandés, la mayoría de los propietarios ignoraban esta pequeña mota en el golfo de San Lorenzo. Y ya que la mayoría de los terratenientes prefería alquilar en vez de vender, los siguientes colonos preferían establecerse en otras zonas del territorio, donde la tierra era gratuita. La población aumentó lentamente desde 1.200 personas en 1783 hasta 81.000 en 1861. Cuando Walter Patterson, el primer gobernador, pisó tierra en la capital, Charlottetown, en 1770 no había allí un lugar de oración, y únicamente dos edificios eran dignos de este nombre.
El problema más importante, sin embargo, era la imposibilidad de los arrendatarios de comprar su tierra. Se habían hecho varios esfuerzos para rectificar esta situación, pero, una y otra vez, los terratenientes o sus agentes en la isla ejercían su poder de control sobre el gobierno para frustrar estas tentativas. Los reformistas, por tanto, buscaban una transformación política que haría al ejecutivo responsable ante los representares elegidos. Gracias al éxito de los reformadores en Nueva Escocia y en Nueva Brunswick, la isla consiguió la autodeterminación local en 1851. Sin embargo, el gobernador retuvo el poder de proteger los derechos de los terratenientes.
El nuevo gobierno logró gradualmente obtener concesiones de los terratenientes, pero para muchos de los arrendatarios no eran lo suficiente amplias y en 1864 decidieron no pagar el alquiler. Finalmente, se trajeron tropas desde Halifax para sofocar los disturbios. Las cosas quedaron así hasta que la isla de Príncipe Eduardo se unió a la confederación en 1873.
La frustración producida se vería atenuada gracias a una próspera economía. Denominada la granja de un millón de acres, la isla exportaba pescado y productos agrarios, especialmente patatas y ganado, a las otras colonias atlánticas, y, después del Tratado de Reciprocidad en 1854, a Estados Unidos. Esta edad de oro también fue alimentada por el crecimiento de la construcción naval. Dotados de un buen suministro de madera y puertos profundos y protegidos, los astilleros brotaron en más de cien lugares diferentes. Estos barcos se cargaban de madera o productos agrícolas y navegaban hasta Gran Bretaña, donde tanto la carga como los mismos buques eran puestos a la venta.
Mientras las colonias marítimas pudieron solucionar sus problemas políticos -como un político exageró, sin dar un solo golpe ni romper un cristal-, el camino hacia el gobierno representativo en los dos Canadás estuvo pavimentado por la violencia y los derramamientos de sangre. Los problemas más serios se desarrollaban en el Bajo Canadá. Aquí, el conflicto normal entre los elementos democráticos de la colonia y sus dirigentes oligárquicos fue exacerbada por antipatías étnicas y religiosas. Los francocanadienses, que aún componían la mayoría de la población, se habían aprovechado del gobierno representativo adoptado en 1791 para fortalecer su conciencia de ser un pueblo distinto en América del Norte.
La guerra de 1812, en la que los franco-canadienses lucharon en defensa de su patria contra los agresores de los Estados unidos, contribuyó además a reforzar sus sentimientos. Sus dirigentes glorificaban la vida agrícola y deseaban conservar la lengua franco-canadiense, el sistema señorial, las leyes civiles y el catolicismo. La oposición vino de los ricos comerciantes británicos, que residían principalmente en Montreal y controlaban el comercio al por mayor de la colonia, las industrias de la madera y la construcción naval, y las exportaciones de trigo. Para fomentar el crecimiento del transporte y el comercio, los comerciantes británicos querían canales, barcos y puertos más profundos. Para mejorar los productos agrícolas esperaban alentar a los inmigrantes británicos para que se establecieran en la colonia. Dos formas de vida diferentes se enfrentaban ahora.
Ambas partes intentaron alcanzar sus objetivos consiguiendo el control del gobierno. Los franco-canadienses pronto lograron dominar la asamblea elegida democráticamente, mientras que los comerciantes trataban de que los sucesivos gobernadores británicos les nombraran para los consejos. El resultado fue un empate político. Louis-Joseph Papineau dirigió el movimiento de reforma en el Bajo Canadá, apoyado por sus colegas de la clase profesional -médicos, abogados y periodistas- frustrados en su búsqueda de prestigio y empleo. comprobaban que los puestos de la administración civil estaban en manos de los británicos.
La depresión económica de los años 1830 agravó estas tensiones. Una serie de malas cosechas radicalizó a los habitants, especialmente cuando el gobierno por los inmigrantes británicos al Bajo Canadá en 1834, causó la muerte de 7.000 personas, la paranoia y la suspicacia llegaron a tal extremo que muchos franco-canadienses acusaron a los británicos de genocidio. Llevados hasta la desesperación por la situación económica, frustrados en la arena política y dominados económicamente por los británicos, los franco-canadienses comenzaron a encaminarse por la senda de la rebelión armada.
Un problema parecido, menos en su aspecto de conflicto étnico, existió en Alto Canadá. aquí, un pequeño grupo de parientes interrelacionados y sus allegados controlaban el gobierno para sus propios intereses económicos y sociales. El favoritismo existía por doquier. Los funcionarios, incluyendo a jueces y maestros, podían ser cesados por votar a los candidatos equivocados, o por hacer declaraciones pronorteamericanas. Aunque la Iglesia anglicana estaba en minoría, recibía la séptima parte de todas las tierras públicas y controlaba el sistema educativo. Los reformistas, por tanto, exigieron una forma más democrática de gobierno, similar a las de Gran Bretaña o los Estados unidos, aunque este último punto incitó los gritos de traición y deslealtad de los elementos leales de la élite dominante. Como en el Bajo Canadá, la depresión económica de los años treinta polarizó las opiniones y permitió el predominio de los reformadores más exaltados, como William Lyon Mackenzie.
La chispa que inició las rebeliones se encendió el 6 de noviembre de 1837 con una reyerta callejera en Montreal, entre dos pandillas de jóvenes, franceses y británicos respectivamente. El gobernador ordenó la salida de las tropas y la detención de Papineau y sus seguidores. Cuando Papineau huyó al campo, y más tarde a los Estados Unidos, la rebelión comenzó. Después de una inesperada victoria inicial, los patriotes fueron aplastados rápidamente por las tropas regulares británicas, mejor armadas y entrenadas. La causa rebelde no fue apoyada cuando el clero católico prohibió a sus fieles portar armas bajo pena de excomunión. Al año siguiente otra insurrección fue sofocada con facilidad. A fines de año más de ciento cincuenta personas habían muerto y las cárceles estaban abarrotadas.
El levantamiento del Bajo Canadá sirvió de detonante para el conflicto del Alto Canadá. Cuando el gobernador envió tropas regulares a luchar contra los patriotes, Mackenzie decidió actuar. El 5 de diciembre, 800 granjeros conjurados y decididos, armados con porras, horcas, piedras y algunos mosquetes, marcharon a la capital, Toronto. El resultado fue una escena de ópera bufa. En los arrabales de la población un puñado de defensores bien escondidos dispararon una descarga contra los agresores y, acto seguido, ante la superioridad de fuerzas atacantes abandonó sus armas y huyó. La primera línea de Mackenzie devolvió el fuego y se echó al suelo para volver a cargar. Entre el ruido y la creciente oscuridad, los que estaban detrás, convencidos de que los fusileros habían sido abatidos, retrocedieron y huyeron. Aunque Mackenzie escapó por la frontera y hubo varios brotes de insurrección en otras parte, de hecho la rebelión se había terminado.
El conflicto, sin embargo, hizo recordar a Gran Bretaña los problemas de sus colonias en América del Norte, y Lord Durham fue enviado para investigar la situación y proponer soluciones. Durham estaba de acuerdo con las quejas de los reformadores en el Alto Canadá, pero tenía poca simpatía por los franco-canadienses, a quienes describió erróneamente como un pueblo sin historia ni literatura. Puesto que eran un pueblo atrasado, Durham tomó la decisión de que deberían ser asimilados, y recomendó la unión de las dos colonias y que les fuera concedida la autodeterminación. Esto permitiría que los colonos ingleses tuvieran una superioridad numérica sobre los francocanadienses y pudieran imponer una política integracionista. Aunque el gobierno británico creó la Provincia Unida de Canadá en 1841, no aprobó la reforma política hasta siete años más tarde. En la pugna que siguió para la creación de un gobierno representativo, los franco-canadienses lograron asegurar su supervivencia como comunidad autónoma.
La década de 1840 conoció años de turbulencia económica y social. Miles de irlandeses enfermos y hambrientos entraron en Canadá a raudales después de la carestía provocada por el fracaso de la cosecha de patatas. Aunque estos inmigrantes ofrecían la mano de obra necesaria para las fábricas y para la construcción, suponían un oneroso lastre para el rudimentario sistema de vida en la colonia y contribuían a las divisiones raciales en ambos Canadás. La economía cayó en picado a finales de los años cuarenta, cuando Gran Bretaña optó por el libre comercio. La pérdida del hasta entonces protegido mercado de grano y madera condenó a la economía a un descenso radical y, en parte, fue responsable del incendio de los edificios del Parlamento en Montreal en 1849 y del nacimiento de un movimiento de corta vida a favor de la anexión al año siguiente. El Tratado de Reciprocidad de 1854 con los Estados unidos, sin embargo, coincidió con un relanzamiento de la economía basada en la madera y los productos agrarios. El crecimiento mercantil e industrial también se vio beneficiado desde el comienzo del boom de la construcción ferroviaria, que pronto cruzó la provincia con raíles de hierro.
Al oeste de los Canadás había millones de acres de tierra de pradera. Durante casi dos siglos este territorio de la Compañía de la Bahía del Hudson había sido contemplado únicamente como zona para el comercio de las pieles y, a excepción de unos mil colonos y traficantes de pieles blancos, estaba poblado exclusivamente por los nativos y los metis. Los metis, originariamente, eran los hijos de padres europeos y madres indias, pero ahora formaban una sociedad distinta y particular. Hablaban varios idiomas, cazaban el bisonte y trabajaban la tierra. Para finales de la década de 1850, sin embargo, los agrimensores habían informado de las buenas perspectivas agrarias en las praderas, y colonos de Ontario empezaron a emigrar hacia el oeste, a la colonia metis de Red River, actualmente Winnipeg.
Más al oeste, al otro lado de las Rocosas, estaban las colonias británicas de Columbia y la isla de Vancouver. La costa del noroeste de Norteamérica había quedado sin explorar hasta los años de 1770. Aunque España había llegado al Pacífico primero, fue necesario conocer los rumores sobre actividades rusas en la zona para obligarla a avanzar hacia el norte desde México. En 1774 Juan Pérez navegó hasta Alaska, y quince años más tarde, los españoles establecieron una colonia en la Sonda de Nootka. A mediados de los años 1790, son embargo, la potencia ibérica se retiró de la costa noroeste en favor de Gran Bretaña, Rusia y los Estados Unidos. Hoy en día, unos cien topónimos sirven para recordar a los canadienses estas tempranas expediciones hispanas.
Antes de 1850 menos de mil blancos poblaban el noroeste canadiense. Las pieles de nutrias de mar, en particular, y las pieles, en general, codiciadas por los traficantes de Canadá, eran sus únicos incentivos económicos. En 1858, sin embargo, el descubrimiento de oro en el río Fraser produjo una avalancha de buscadores que venían incluso desde Australia. La mayoría de ellos llegaba desde los Estados Unidos y cuando el oro escaseó y llegó la depresión económica, muchos de los habitantes sugirieron la anexión con el país vecino. Los colonos más viejos, sobre todo los de la isla de Vancouver, preferían mantener la conexión británica; algunos miraban hacia Canadá, pero éste se encontraba a más de 2.000 millas al este, a través de tierra desconocida.
En los Canadás, la unión de las dos colonias había reducido temporalmente la hostilidad anglo-francesa, pero las tensiones étnicas volvieron a surgir a finales de los años cincuenta y a principios de los sesenta. Muchos habitantes del Alto Canadá se quejaban de que los franco-canadienses dominaban el gobierno y por tanto controlaban la política educativa y la económica, y obstaculizaban la expansión hacia el fértil noroeste, mientras que los del Bajo Canadá estaban constantemente en guardia contra la política integracionista. El resultado fue el empate.
Entre 1849 y 1864 hubo doce gobiernos diferentes. Al fin, los dirigentes de los tres partidos políticos mayores, George Brown, George Cartier y John A. MacDonald, se pusieron de acuerdo para crear una unión general de todas las colonias de la América del norte británica. El problema era como convencer a las prósperas colonias atlánticas de las ventajas de la fusión. En 1864, en varias reuniones celebradas en Charlottetown y en la ciudad de Quebec, los dirigentes de cada colonia se reunieron para considerar la propuesta de los canadienses. Éste puso énfasis en las ventajas económicas de un inmenso país libre de tarifas, la construcción de un ferrocarril transcontinental para unificar la nación, y la oferta de crear un puerto de invierno en la costa atlántica, y los requerimientos de defensa de cada colonia, ya que la guerra civil americana estaba llegando a su fin y los vencedores amenazaban a marchar hacia el norte.
A pesar del apoyo entusiasta de Gran Bretaña para este arreglo, la Confederación no se consiguió hasta el 1 de julio de 1867, debido a los temores de muchos de los habitantes de las colonias marítimas a ser engullidos por los más numerosos canadienses del centro. Excepto en campos como el comercio exterior, las relaciones con otras naciones y los cambios constitucionales, Canadá era ya un país independiente. A lo largo de los seis años siguientes, el primer ministro, John A. MacDonald, convenció a la indecisa Isla de Príncipe Eduardo para unirse a Canadá, compró los territorios del noroeste a la Compañía de la Bahía de Hudson y atrajo la colonia de la costa noroeste, la Columbia británica, hacia una nueva unión. Terranova, por su orientación hacia Europa, permaneció separada hasta 1949. Una nueva nación acababa de nacer.
No obstante su nombre, Canadá era una unión federal. Las provincias tenían el control sobre los asuntos locales, y el gobierno central y bicameral, en Ottawa, decidía sobre las cuestiones nacionales. Los derechos minoritarios garantizaban el idioma y los derechos de educación para los francocanadienses donde estos existían antes de 1867. La Cámara de los Comunes era elegida por sufragio popular y un Senado nombrado debía proteger los derechos provinciales, aunque el Senado no tenía poderes sobre asuntos económicos. Con pocos cambios, el sistema que se estableció en 1867 permanece vigente hasta hoy.
BIBLIOGRAFÍA.
J. STOKESBURY, B B. MOODY y D. BALWIN: Así nació Canadá. Cuadernos de Historia 16. 1985.
ISAAC ASIMOV: La Formación de América del Norte. 1983